Yo la conocí en el bar West End unas
noches después de que la soltaran del convento. Al ser la más joven, fue
la última hermana que soltaron. Sencillamente entró y se sentó a mi
lado. Yo quizá sea el hombre más feo de la ciudad, y puede que esto
tuviera algo que ver con el asunto.
- ¿Tomas algo?
- Claro, ¿Por qué no?
No creo que hubiese nada especial en
nuestra conversación esa noche, era sólo el sentimiento que Cass
transmitía. Me había elegido y no había más. Ninguna presión. Le gustó
la bebida y bebió mucho. No parecía tener edad, pero de todos modos le
sirvieron. Quizás hubiese falsificado el carnet de identidad, no sé. En
fin, lo cierto es que cada vez que volvía del retrete y se sentaba a mi
lado yo sentía cierto orgullo. No sólo era la mujer más bella de la
ciudad, sino también una de las más bellas que yo había visto en mi
vida. Le eché el brazo a la cintura y la besé una vez.
- ¿Crees que soy bonita?- preguntó.
- Sí, desde luego. Pero hay algo más… algo más que tu apariencia…
- La gente anda siempre acusándome de ser bonita. ¿Crees de veras que soy bonita?
- Bonita no es la palabra, no te hace justicia.
Buscó en su bolso. Creía que buscaba el
pañuelo. Sacó un alfiler de sombrero muy largo. Antes de que pudiese
impedírselo, se había atravesado la nariz con él, de lado a lado, justo
sobre las ventanillas. Sentía repugnancia y horror.
Ella me miró y se echó a reír.
- ¿Crees ahora que soy bonita? ¿Qué piensas ahora, eh?
Saqué el alfiler y puse mi pañuelo sobre
la herida. Algunas personas, incluido el encargado, habían observado la
escena. El encargado se acercó.
-Mira -dijo a Cass-, si vuelves a hacer eso te echo. Aquí no necesitamos tus exhibiciones.
- ¡Vete a la mierda, amigo! -dijo ella.
- Será mejor que la controles -me dijo el encargado.
- No te preocupes -dije yo.
- Es mi nariz -dijo Cass-, puedo hacer lo que quiera con ella
- No -dije-, a mí me duele.
- ¿Quieres decir que te duele a ti cuando me clavo un alfiler en la nariz?
- Sí, me duele, de veras.
- De acuerdo, no lo volveré a hacer. Ánimo.
Me besó, pero como riéndose un poco en
medio del beso y sin soltar el pañuelo de la nariz. Cuando cerraron nos
fuimos a donde yo vivía. Tenía un poco de cerveza y nos sentamos a
charlar. Fue entonces cuando pude apreciar que era una persona que
rebosaba bondad y cariño. Se entregaba sin saberlo. Al mismo tiempo,
retrocedía a zonas de descontrol e incoherencia. Esquizoide. Una esquizo
hermosa y espiritual. Quizás algún hombre, algo acabase destruyéndola
para siempre. Esperaba no ser yo.
Nos fuimos a la cama y cuando apagué las luces me preguntó:
- ¿Cuándo quieres hacerlo, ahora o por la mañana?
- Por la mañana -dije, y me di la vuelta.
Por la mañana me levanté, hice un par de cafés y le llevé uno a la cama.
Se echó a reír.
- Eres el primer hombre que conozco que no ha querido hacerlo por la noche.
- No hay problema -dije-. En realidad no tenemos por que hacerlo.
- No, espera, ahora quiero yo. Déjame que me refresque un poco.
Se fue al baño. Salió enseguida,
realmente maravillosa, largo pelo negro resplandeciente, ojos y labios
resplandecientes, toda resplandor… Se desperezó sosegadamente, buena
cosa. Se metió en la cama.
- Ven, amor.
Fui.
Besaba con abandono, pero sin prisa. Dejé
que mis manos recorriesen su cuerpo. Acariciasen su pelo. La monté. Su
carne era cálida y prieta. Empecé a moverme despacio y queriendo que
durara. Ella me miraba a los ojos.
- ¿Cómo te llamas? -pregunté.
- ¿Qué diablos importa? -preguntó ella.
Solté una carcajada y seguí. Después se
vistió y la llevé en coche al bar, pero era difícil olvidarla. Yo no
trabajaba y dormí hasta las dos y luego me levanté y leí el periódico.
Cuando estaba en la bañera, entro ella con una hoja: una oreja de
elefante.
- Sabía que estabas en la bañera -dijo-, así que te traje algo para tapar esa cosa, hijo de la naturaleza.
Y me echó encima, en la bañera, la hoja de elefante.
- ¿Cómo sabías que estaba en la bañera?
- Lo sabía.
Cass llegaba casi todos los días cuando
yo estaba en la bañera. No era siempre la misma hora, pero raras veces
fallaba, y traía la hoja de elefante. Y luego hacíamos el amor.
Telefoneó una o dos noches y tuve que sacarla de la cárcel por borrachera y pelea pagando la fianza.
- Esos hijos de puta – decía-, sólo porque te pagan unas copas creen que pueden echarte mano a las bragas.
- La culpa la tienes tú por aceptar la copa
- Yo creía que se interesaba por mí, no sólo por mi cuerpo.
- A mí me interesas tú y tu cuerpo. Pero dudo que la mayoría de los hombres puedan ver más allá de tu cuerpo.
Dejé la ciudad y estuve fuera seis meses,
anduve vagabundeando; volví. No había olvidado a Cass ni un momento,
pero habíamos tenido algún tipo de discusión y además yo tenía ganas de
ponerme en marcha, y cuando volví pensé que se habría ido; pero no
llevaba sentado treinta minutos en el West End cuando ella llegó y se
sentó a mi lado.
- Vaya, cabrón, has vuelto.
Pedí un trago para ella. Luego la miré.
Llevaba un vestido de cuello alto. Nuca la había visto así. Y debajo de
cada ojo, clavado, llevaba un alfiler de cabeza de cristal. Sólo se
podían ver las cabezas de los alfileres, pero los alfileres estaban
clavados.
- Maldita sea, aún sigues intentando destruir tu belleza….
- No, no seas tonto, es la moda.
- Estas chiflada.
- Te he echado de menos -dijo
- ¿Hay otro?
- No, no hay ninguno. Solo tú. Pero ahora hago la vida. Cobro diez billetes. Pero para ti es gratis.
- Sácate esos alfileres.
- No, es la moda.
- Me hace muy desgraciado.
- ¿Estás seguro?
- Sí, mierda, estoy seguro.
Se sacó lentamente los alfileres y los guardo en el bolso.
- Porque la gente cree que es todo lo que
tengo. La belleza no es nada. La belleza no permanece. No sabes la
suerte que tienes siendo feo, porque si le agradas a alguien sabes que
es por otra cosa.
- Vale -dije-, tengo mucha suerte.
- No quiero decir que seas feo. Sólo que la gente cree que lo eres. Tienes una cara fascinante.
- Gracias.
Tomamos otra copa.
- ¿Qué andas haciendo? -preguntó.
- Nada. No soy capaz de apegarme a nada. Nada me interesa.
- A mí tampoco. Si fueses mujer podrías ser puta.
- No creo que quisiera establecer un contacto tan íntimo con tantos extraños. Debe ser un fastidio.
- Tienes razón, es fastidioso, todo es fastidioso
Salimos juntos, por la calle, la gente aún miraba a Cass. Aún era una mujer hermosa, quizá más que nunca.
Fuimos a casa y abrí una botella de vino y
hablamos. A Cass y a mí, siempre nos era fácil hablar. Ella hablaba un
rato yo escuchaba y luego hablaba yo. Nuestra conversación fluía fácil
sin tensión. Era como si descubriésemos secretos juntos. Cuando
descubríamos uno bueno, Cass se reía con aquella risa…, de aquella
manera que sólo ella podía reírse. Era como el gozo del fuego. Y durante
la charla nos besábamos y nos arrimábamos. Nos pusimos muy calientes y
decidimos irnos a la cama. Fue entonces cuando Cass se quito aquel
vestido del cuello alto y lo vi… Vi la mellada y horrible cicatriz que
le cruzaba el cuello. Era grande y ancha.
- Maldita sea, condenada, ¿Qué has hecho? -dije desde la cama
- Lo intenté con una botella rota una noche. ¿Ya no te gusto? ¿Soy bonita aún?
La arrastré a la cama y la besé. Me empujo y se echo a reír:
- Algunos me pagan los diez y luego, cuando me desvisto no quieren hacerlo. Yo me quedo los diez. Es muy divertido.
- Sí -dije-, no puedo parar de reír… Cass, zorra, te amo… deja de destruirte; eres la mujer con más vida que conozco.
Volvimos a besarnos. Cass lloraba en
silencio. Sentí las lágrimas. Sentí aquel pelo largo y negro tendido
bajo mí como una bandera de muerte. Disfrutamos e hicimos un amor lento y
sombrío y maravilloso.
Por la mañana, Cass estaba levantada
haciendo el desayuno. Parecía muy tranquila y feliz. Cantaba. Yo me
quedé en la cama gozando su felicidad. Por fin, vino y me zarandeó.
- ¡Arriba, cabrón! ¡Chapúzate con agua fría la cara y la polla y ven a disfrutar del banquete!
Ese día la llevé en coche a la playa. No
era un día de fiesta y aún no era verano, todo estaba espléndidamente
desierto. Vagabundos playeros en andrajos dormían en la arena. Había
otros sentados en bancos de piedra compartiendo una botella solitaria.
Las gaviotas revoloteaban, estúpidas pero distraídas. Ancianas de
setenta y ochenta, sentadas en los bancos, discutiendo ventas de fincas
dejadas por maridos asesinados mucho tiempo atrás por la angustia y la
estupidez de la supervivencia. Había paz en el aire y paseamos y
estuvimos tumbados por allí y no hablamos muchos. Era agradable
simplemente estar juntos. Compré bocadillos, patatas fritas y bebidas y
nos sentamos a beber en la arena. Luego abracé a Cass y dormimos así
abrazados un rato. Era mejor que hacer el amor. Era como fluir juntos
sin tensión. Luego volvimos a casa en mi coche y preparé la cena.
Después de cenar, sugerí a Cass que viviésemos juntos. Se quedó mucho
rato mirándome y luego dijo lentamente “NO”. La llevé de nuevo al bar,
le pagué una copa y me fui.
Al día siguiente, encontré un trabajo
como empaquetador en una fabrica y trabajé todo lo que quedaba de
semana. Estaba demasiado cansado para andar mucho por ahí, pero el
viernes por la noche me acerqué al West End. Me senté y esperé a Cass.
Pasaron horas. Cuando estaba ya bastante borracho, me vio el encargado.
- Siento lo de tu amiga.
- ¿El qué? -pregunté.
- Lo siento. ¿No lo sabías?
- No
- Suicidio, la enterraron ayer.
- ¿Enterrada? -pregunté. Parecía como si fuese a aparecer en la puerta de un momento a otro. ¿Cómo podía haber muerto?
- La enterraron las hermanas
- ¿Un suicidio? ¿Cómo fue?
- Se cortó el cuello.
- Ya. Dame otro trago.
Estuve bebiendo allí hasta que cerraron.
Cass, la más bella de las cinco hermanas, la chica más guapa de la
ciudad. Conseguí conducir hasta casa sin poder dejar de pensar que
debería haber insistido en que se quedara conmigo en vez de aceptar
aquel “NO”. Todo en ella había indicado que le pasaba algo. Yo
sencillamente había sido demasiado insensible, demasiado despreocupado.
Me merecía mi muerte y la de ella. Era un perro. No, ¿por qué acusar a
los perros? Me levanté, busqué una botella de vino, bebí lúgubremente.
Cass, la chica más guapa de la ciudad muerta a los veinte años.
Fuera, alguien tocaba la bocina de un
coche. Unos bocinazos escandalosos, persistentes. Dejé la botella y
aullé “¡MALDITO SEAS, CONDENADO HIJO DE PUTA, CALLATE YA!”.
Y seguía avanzando la noche y yo nada podía hacer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario