TÍTULO: LAGRIMAS DESORDENADAS.
Mi marido siempre fue uno de esos hombres enfrentados consigo mismos,
personas inmaduras que se han quedado atrás en el tiempo, lamentándose
de aquello que no han podido hacer durante su adolescencia, y desean
volver a una niñez imposible tratando de revivir recuerdos que les
causan más daño que beneficio. Jamás se hacen a la realidad de ser
adultos. Prefieren caminar con la cabeza gacha por la calle, con la
condena de muchos mal llevados años achacándoles las espaldas, y llegan a
sus casas apoltronándose en el sofá o se quedan varados en los bares
como ballenas melancólicas, arrepintiéndose de lo que no hicieron,
buscando una ayuda que les haga entender la razón del paso del tiempo,
por qué éste se ha vengado de ellos, de su cobardía, de su
indeterminación en la vida, y los ha dejado sin nada, sin algo por lo
que sentirse orgullosos de sí mismos. Algunos de estos hombres pueden
ser peligrosos, llegan a los bares y tratan por todos los medios de
encontrar jarana con los demás comensales, otros se gastan el dinero en
máquinas tragaperras y otros vicios que les hacen olvidar sus
obligaciones para con los suyos o maltratan a sus seres queridos al
volver a casa. Son niños enrabietados después de haber perdido la
batalla de la vida. La mayoría no son así, muchos pasan desapercibidos
por el mundo, con más pena que gloria, encerrándose en sus pisos de
soltero o divorciado viendo la televisión o leyendo libros para no tener
que pensar. Otros simplemente lloriquean, siempre a escondidas, y toman
copas hasta la extenuación esperando que el camarero les preste
atención aunque sólo sea para echarles a la calle. Todos ellos quisieron
alcanzar la madurez muy pronto, perdiéndose la mejor parte de la
película. La juventud es sin duda la mejor época del ser humano, pero ha
de finalizar para que nos demos cuenta de lo valiosa e irrepetible que
es, de lo poco que la hemos exprimido. Lo justo sería guardarse unos
diez años de juventud para aprovecharlos al finalizar la vejez, esa
sería la mejor de las pensiones: cumplir los setenta años, con toda la
experiencia de la vida en nuestras retinas y recuerdos, y volver a ser
joven por una década para aprovechar los momentos perdidos, las
oportunidades desperdiciadas, los amores resignados, los besos y
caricias anheladas, las lecturas y aprendizajes nunca cursados, los
viajes olvidados debido a la falta de dinero en la adolescencia, las
aficiones abandonadas.
Probablemente no volvería a casarme con mi
marido si nos dieran la oportunidad de ser jóvenes nuevamente, no
cometería el mismo error dos veces, aunque a menudo me da la sensación
de que si los hombres son el único animal que tropieza dos veces con la
misma piedra, las mujeres somos las únicas que tropezamos cien veces con
el mismo hombre, o por lo menos las mujeres de mi edad, porque hay que
reconocer que las jóvenes de hoy en día tienes bien puestos los...
atributos. Ése ha sido el gran logro de las mujeres de mi época, el
haber inculcado a nuestras hijas que somos iguales a ellos y tenemos sus
mismos derechos. Antes no era así. Antes las mujeres esperábamos al
hombre ideal de nuestra vida, pero, mientras tanto, nos casábamos con el
primero que nos decía cuatro tonterías y tenía un empleo asegurado.
¿Quién me mandaría a mí casarme con semejante personaje? Ya me lo advertía mi madre:
—Hija,
mira que este chico parece buen mozo a primera vista, pero lo veo un
poco autoritario contigo, y eso que sólo sois novios desde hace unas
pocas semanas. Además, parece un poco borrachín con eso de tener siempre
la copa de vino en la mano cada vez que cena con nosotros en casa, que
parece que el vaso lo lleve pegado a los dedos.
—No diga bobadas, madre— respondía yo.
¡Pero
qué tonta! En cuanto nos casamos, lo primero que hizo él fue comprar un
minibar para el salón, bien completito, con sus copas de bohemia y sus
botellas de bourbon, vodka y otras “bebidas de hombres”, como él las
denominaba. Al principio echaba mano de la bebida a escondidas, algo
avergonzado de aquello, pero cuando fue aumentando la confianza, o la
convivencia mejor dicho, porque confianza nunca la hubo, se preparaba
siempre las copas con el mayor descaro, delante de mí, e incluso delante
de los niños cuando llegamos a tenerlos. Yo aguantaba este vicio porque
ningún daño me hacía, pero cuando se trataba de mis hijos era otra
cosa. Buenas broncas tuvimos en casa. Claro que nunca logré disuadirle. Y
del sexo ni hablemos, no creo que ningún hombre hubiese sido tan malo
en la cama como mi marido. Ya lo decía mi madre, los hombres y las
mujeres son como el aceite y el agua, los echas en un vaso, y si no los
agitas continuamente, se separan. Algo así nos sucedió a nosotros.
Casados oficialmente, aunque aislados el uno del otro. Sin embargo, fue
cuando llegaron los verdaderos problemas, los económicos y laborales,
cuando mi marido mostró su verdadera cara, su rostro más oscuro, y jamás
pude contenerlo.
Tras quince años dedicados a la misma empresa, un
taller mecánico de automóviles, el negocio cerró y él se quedó en la
calle. No tardó en encontrar un nuevo empleo en la cadena de montaje de
una fábrica, pero mucho peor pagado y más agotador. Ya nada fue lo
mismo. Llegaba a casa exhausto, se sentaba a la mesa para comer,
refunfuñando si la comida no era de su completo agrado, abroncando a sus
hijos más que de costumbre cuando armaban algo de jaleo por el piso. Su
carácter era mucho más irascible. Dejó el minibar por la taberna de la
esquina, la cual fue frecuentando los fines de semana primero, día tras
día después, sin descanso, hasta acostumbrarse a llegar a casa a diario
totalmente ebrio y enojado por haber acabado así en la vida. Traía tal
desprecio y resentimiento a la casa que muy pronto le tuve miedo, y la
única vez que osé abroncarle tras llegar borracho a las dos de la
madrugada de un martes, me golpeó de tal manera que ya nunca abrí la
boca cuando veía en sus ojos el odio de un cobarde embrutecido por el
alcohol. Con el tiempo se hizo más agresivo y los maltratados pasaron de
la madre a los hijos. Yo no podía soportarlo. Recuerdo a mi hijo menor
corriendo despavorido por el pasillo, escondiéndose tras de mi falda
para evitar las bofetadas y las patadas de su desmerecido padre. A duras
penas conseguía retener a mi marido. Muchas veces me ponía por delante
para que se ensañase conmigo. Nunca dormíamos juntos por aquella época.
Él decidió dormir en el salón, en el sofá, con la televisión encendida
toda la noche y el volumen al máximo, y yo permanecía en la cama de
matrimonio de nuestro dormitorio, llorando, temiendo que en algún
momento entrase en el cuarto quejándose de mis sollozos y me arrease una
paliza.
TÍTULO: NO ME DEJES SOLO CADA BESO DADO POR EL CAMINO.
La falta de dinero se unió infaustamente a su hábito por el juego. Yo al
principio no sabía si era realmente tan ... como para esperar
solucionar todos nuestros problemas con una buena racha en el Bingo, o
si simplemente había decidido acabar con lo poco que poseía. Ahora sé
que jamás se le pasó por la cabeza sacar su vida, nuestra vida,
adelante. En su dispendio ludópata apenas nos dejaba una porción de su
salario para sobrevivir como presos. Mis hijos tenían que acudir al
colegio como pordioseros, con pantalones apolillados y camisetas
descoloridas que debían remangarse para ocultar que eran dos tallas
menores de lo relativo a su estatura. No les podía comprar ropa nueva ni
libros para su educación, el dinero apenas llegaba para poner un plato
en la mesa. Pero lo peor llegaba todas las noches cuando volvía mi
esposo de la taberna, después de haber despilfarrado su mensualidad en
varias docenas de cartones de Bingo y apuestas, incluso con alguna
fulana de club nocturno. Mis niños rara vez percibían su llegada, y si
lo hacían, bien se cuidaban de permanecer callados en sus cuartos,
ocultos bajos las mantas. Mi marido llamaba primero por el videoportero,
pulsando repetidamente el interruptor, como si imaginara que estaba
marcando cualquier número a través de una cabina telefónica. Entonces yo
descolgaba y preguntaba. Él no respondía, pero lo escuchaba arrimarse
contra la puerta y golpear fuerte para que ésta se abriera, mientras
maldecía y emitía sucios regüeldos provocados por las nauseas. Siempre
le abría. Probablemente debí haber llamado a la policía la primera noche
que hizo aquello, pero no fue así, no sé si por azoramiento o por
resignación, pero el caso es que nunca avisé a los municipales hasta la
última noche de mi desgracia.
Tras varios años soportándolo me cansé
de él y me cansé de aguantar el suplicio de convivir con un fantasma
continuamente encolerizado. Sólo los peces muertos se dejan llevar por
la corriente, y a mis cuarenta y dos años yo estaba todavía muy viva,
demasiado viva para desaprovechar el resto de mi vida en compañía de ese
cobarde borracho. En una ocasión, la noche de un viernes frío de
invierno, hice acopio de voluntad y decidí no contestarle cuando trataba
de volver a casa. Él siempre llevaba las llaves del portal consigo, por
lo que si no abría nunca la puerta era debido a una necesidad de
hacerme la vida imposible y contagiarme la desdicha que lo corroía a él
día tras día. Aquél viernes fatídico recuerdo no haber contestado a su
llamada. En lugar de eso decidí asomarme a la ventana para ver cómo
reaccionaba, y al observar mi marido que su mujer no respondía,
encolerizó de tal forma que sus gritos despertaron a buena parte del
vecindario. Comenzó a golpear la puerta con tal ferocidad que a punto
estuvo de echarla abajo. Miraba hacia arriba para encontrarme, intuyendo
con acierto que yo estaría observándole desde la ventana, pero andaba
demasiado ebrio para concentrar la vista en un único punto fijo.
Mientras tanto yo le espiaba desde las alturas del cuarto piso,
sonriendo por su forma de intentar torpemente abrir la puerta sin
acertar con la llave en la cerradura. Tras unos instantes lo consiguió,
se abalanzó sobre la puerta y el corazón me dio un vuelco. Llamé
rápidamente a la policía. Apenas pude articular palabra hasta que
conseguí concederles con mucho esfuerzo nuestro número de teléfono
completo y la dirección exacta. Sin embargo, en lugar de permanecer en
casa atrancando la puerta, como me sugirió la joven agente que contestó
al teléfono, por irracional decisión de mis piernas y brazos me acerqué a
la puerta de entrada y la abrí para asomarme a las escaleras, como un
infeliz espera la llegada del demonio pese a saber que éste lo enviará
al mismísimo infierno si lo atrapa.
Lo observé subir lentamente los
escalones dando bandazos, pese a que trataba de apresurarse. Recé para
que tuviera un fatídico resbalón que lo hiciera trastabillar y caer
escaleras abajo, o que en un intento por regurgitar se asomara a la
barandilla y cayera al vacío hasta estrellarse contra el suelo del
vestíbulo. Pensé también en atacarle aprovechando su confuso ascenso,
pero no me atreví. Cuando llegó al patio del cuarto piso lo vi
desabrocharse el cinturón mientras maldecía mi nombre. Entonces volví a
entrar en mi casa, horriblemente asustada, sin acordarme de cerrar la
entrada tras de mí. Cuánto hube de lamentar semejante olvido. Intenté
esconderme en la cocina atrancando la puerta, pero cuando amenazó
alejándose por el pasillo con matar a mis hijos me vi obligada a
entregarme. Entreabrí la puerta para saber si aún andaba cerca y le
grité que viniera a por mí con la garganta acuchillada por el miedo.
Habiéndome engañado, escondido tras la pared de la cocina, mi marido
aprovechó el despiste para precipitarse sobre la puerta y con ello
derribarme. En un vano intento por aferrarme a algo mientras caía al
suelo volqué la frágil mesa de la cocina. Varios platos y una jarra
llena de agua cayeron en mi tentativa por incorporarme. Mientras tanto
mi esposo franqueaba el umbral con una rabia infinita fulgurando en su
mirada. Cinturón en mano, me golpeó sin piedad como a un animal
indefenso. Entretanto yo me arrastraba a través de las baldosas mojadas
que me hacían resbalar en la huida. Alcancé con la mano derecha la pata
de una silla y la interpuse delante de mi esposo. Él intentó sortearla
saltando, pero afortunadamente el whisky mermaba su equilibrio y cayó de
bruces en el suelo con las piernas enredadas con las patas de la silla.
Conseguí incorporarme, y junto a mí, en el fregadero, vi el cuchillo
utilizado horas antes para cortar el pescado y separar las vísceras.
Apareció ante mí la oportunidad, la ocasión de terminar por mí misma el
infierno que había vivido durante años y de empezar una nueva vida. Mi
mente navegó por un instante en lo que podría haber sido mi existencia
de no haberme casado con ese desgraciado. Cientos de ingratos recuerdos
se presentaron ante mis ojos a modo de desagradables flashes
fotográficos que estremecían todo mi interior y rebelaban mi alma.
Acaloradas discusiones por tonterías, días de celebración aguados por el
alcohol, ninguna noche en familia, nerviosismo, miedo, disgustos e
injurias, bofetadas, patadas, violaciones. Desperté de la pesadilla al
escuchar a mi marido gritarme ... a la cara mientras se incorporaba
torpemente después de varios segundos de aturdimiento. Decidí no volver a
sufrir jamás.
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