domingo, 7 de julio de 2013

EL BLOC DEL CARTERO,Mercedes Baztán,./ LA CARTA DE LA SEMANA, El maître impecable,.

TÍTULO; EL BLOC DEL  CARTERO,

 Mercedes Baztán

Creo que solo la saludé un par de veces en mi vida: la primera, fugazmente, en una visita a la redacción de esta revista, cuando todavía se ...
 
Creo que solo la saludé un par de veces en mi vida: la primera, fugazmente, en una visita a la redacción de esta revista, cuando todavía se hallaba en la calle José Abascal; la segunda, en la celebración de su vigésimo aniversario (nuevamente de la revista, no de Mercedes), en la antigua sede del diario Madrid. Mercedes Baztán era redactora jefe de XLSemanal desde muy antiguo; y era la persona a la que yo enviaba mis artículos cada miércoles, al filo del cierre, abusando de su paciencia y de su bondad, porque siempre he sido un poco tardón y me ha gustado apurar los plazos. A veces me llamaba por teléfono, urgiéndome la entrega; pero en su voz no había acritud, sino más bien una suerte de maternal conmiseración, como si más que reclamarme una obligación me estuviese implorando un favor: «¿Cómo vamos, Juan Manuel?», me saludaba siempre, con su voz matinal y briosa, voz de mujer navarra, activísima y despierta, con ese deje franco y resolutivo que tienen las gentes de su tierra. Yo entonces probaba cualquier disculpa: «Es que acabo de llegar de viaje y ando un poco pillado; pero ya estoy con ello, no te preocupes». Sospecho que más de una vez la obligué a quedarse sin comer, o a comer a horas intempestivas, esperando mi artículo; pero nunca salió de sus labios una palabra mohína o desabrida: «Nada, tú tranquilo, que aquí te espero». Y ahí me esperaba siempre, semana tras semana, robándole tiempo a su familia; nunca me lo reprochó, con esa delicadeza que caracteriza a las almas más generosas.
Nuestra relación era sobre todo por correo electrónico: yo le mandaba el artículo in extremis; y Mercedes me acusaba recibo, incorporando algún comentario que revelaba que ya lo había leído. A través de estos comentarios fui conociéndola un poco mejor: era una mujer con dotes de zahorí, que adivinaba enseguida si mi artículo había sido escrito al dictado de un secreto dolor, o si lo vivificaba alguna alegría clandestina; y me lo hacía saber muy discretamente, casi de puntillas, como si le produjera rubor asomarse a las cámaras más escondidas de mi intimidad. Yo he sido siempre más bien misántropo, pero con Mercedes Baztán sentía la necesidad de confiarle mis zozobras, como si entre nosotros se hubiese entablado una suerte de sintonía espiritual, pese a la asepsia del medio que empleábamos para comunicarnos. En un correo electrónico me escribió: «Veo que lo estás pasando mal. Rezo por ti». Así supe que era una mujer de fe; y que vivía esa fe con una naturalidad gozosa y desprendida, como quien posee un tesoro y necesita compartirlo. Sé que rezó por mí; y enseguida noté los efectos benéficos de su oración.
En otra ocasión supe que tenía que pasar por el quirófano; y me pidió entonces, con esa frugalidad tímida que caracterizaba sus correos electrónicos, que rezara por ella. Estaba luchando a brazo partido con el cáncer; pero hablaba de su enfermedad de forma bienhumorada, como si el dolor la hubiese ayudado a disfrutar de las cosas más sencillas de la vida (que siempre son las más importantes), como si le hubiese enseñado a amar con mayor dedicación y empeño. Me di cuenta entonces de que Mercedes Baztán era una criatura excepcional, en la que el optimismo no era un estado de ánimo banal, sino la manifestación jovial de una esperanza constitutiva que le reventaba las costuras del corazón. Cuando volvió al trabajo, algunos meses más tarde, esa esperanza parecía desbordarla por completo: me confesó que el cáncer la había transfigurado, que le había devuelto ese sentido inaugural de la vida que solo poseemos cuando somos niños; me confesó también que nunca había experimentado de un modo tan vívido la dicha de amar y de ser amada por su marido, por sus dos hijos, por Dios; y me confesó muy pudorosamente, casi con vergüenza, que solo temía no estar a la altura de tanto y tan acendrado amor. Pero era un temor infundado.
El cáncer volvió a lanzarle su zarpazo cuando ya parecía que le había ganado la batalla. Y Mercedes volvió a desafiarlo con el mismo denuedo de siempre, irradiando luz y exorcizando las tinieblas en su derredor, como una lámpara encendida en medio de la noche. Las últimas veces que hablé con ella su voz seguía exultante, briosa, más navarra que nunca, alegre de brindarse sin esperar nada a cambio. Así la imagino ahora, allá en el cielo, fundida ya en la llama de amor viva. Descansa en paz, querida Mercedes; y aguárdame un poquito más, que enseguida te envío el artículo.

TÍTULO; LA CARTA DE LA SEMANA, El maître impecable,.
El Fervor, en Buenos Aires, a un paso de mi hotel y de la Recoleta. Tengo una cita para comer con una señora cincuentona, ya algo ajada, ...
 El Fervor, en Buenos Aires, a un paso de mi hotel y de la Recoleta. Tengo una cita para comer con una señora cincuentona, ya algo ajada, antigua gloria secundaria de la escena y la tele argentinas. Una propuesta por su parte para un espectáculo de teatro musical sobre una novela mía. A las primeras cortesías compruebo, asombrado, que viene con una copa de más. O más de una. Y a tales horas. Habla fuerte, ríe con estridencia y la lengua no siempre responde con precisión. Mi primer impulso es largarme, pero hay cosas que no pueden hacerse. Que llevan su método. Marcelo, el maître, nos conduce a la mesa que tengo reservada. Profesional impecable, ni siquiera pestañea cuando la señora pide un vino seco y afrutado. «Me temo que no será posible -responde-. En nuestra bodega sólo hay secos, por una parte, y afrutados, por la otra. De la variedad mixta no nos queda». La señora se decide por un afrutado; y yo, que a esas alturas no sé dónde meterme, le dirijo a Marcelo una mirada de angustia que acoge con un leve entornar de ojos afirmativo, tranquilizador. Pedimos ensalada y pescado, Marcelo se retira, la señora parlotea sobre el proyecto en voz demasiado alta y yo hago como que la escucho, muerto de vergüenza, mirando el reloj de soslayo. Mientras un camarero sirve el vino -afrutado, confirma la señora chasqueando ruidosamente la lengua- me levanto y, con pretexto de lavarme las manos, me acerco al maître. «Habrá observado -le digo en voz baja- que la señora no se encuentra bien». Sin mover un músculo de la cara, Marcelo asiente: «No se preocupe, don Arturo. Queda entre nosotros». Su tono indica que ha reconocido a mi acompañante, pese a la edad y al estado etílico. «Quiero pedirle un favor -le digo-. Haga que nos sirvan con la mayor rapidez posible para acabar pronto». Marcelo me tranquiliza con una leve sonrisa profesional. Reprimo el impulso de darle unas palmadas de afecto en el hombro y regreso a la mesa, donde la señora se ha calzado, en sólo un par de tragos, media botella del maldito afrutado. Sin respirar, casi. Aún no ha puesto la copa sobre el mantel cuando aparece el primer camarero con una ensalada de remolacha y apio. La señora pincha una rodaja de remolacha y la proyecta directamente sobre la porción de puño de camisa blanca que asoma por la manga derecha de mi chaqueta. Luego, excusándose, torpe, intenta limpiarme con su servilleta y extiende la mancha a la chaqueta misma, inspirándome el anhelo urgente de que me trague en el acto la tierra. Más tientos al vino. Más parloteo sobre el proyecto. Asiento a ratos, sin prestar atención a lo que dice, mientras empiezo a pensar que la prójima lleva en el cuerpo algo más que alcohol. Por encima de su hombro miro a Marcelo, que vigila de lejos la mesa con perfecta calma profesional. Alzo una ceja en su dirección, y treinta segundos después un camarero retira la remolacha y otro sirve el lenguado. La señora pincha trozos en el tenedor, liquida lo que queda de vino y habla con la boca llena de un modo repugnante, proyectando trocitos de pescado sobre el mantel. Se ríe, la maldita, exactamente igual que Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses. Reprimo el ansia desaforada de dejarla allí y salir corriendo. No he pasado tanta vergüenza en mi vida. El maître sigue observando de lejos, fiel como un doberman. Al tercer trocito de pescado que cae sobre mi chaqueta -esta vez en la manga izquierda- alzo otra vez las cejas en dirección al maître y hago con el dedo en el aire, discretamente, ademán de firmar la cuenta. Once segundos después tengo la cuenta sobre la mesa, firmo el recibo, dejo una propina monstruosa que Marcelo retira como lo más natural del mundo, me levanto con un suspiro de alivio, balbuceo excusas, conduzco, o casi arrastro, a la señora hacia la puerta. Allí la meto en un taxi, la veo largarse, miro el reloj. Toda la comida ha durado exactamente veinticinco minutos. Exhausto, vuelvo al restaurante para disculparme con Marcelo, y veo que aguarda junto a la barra. Antes de que yo abra la boca, comenta: «Espero que todo haya ido bien». Asiento, le estrecho la mano. «¿Quiere comer algo?», pregunta, afable. Respondo que no, que perdí el apetito. «¿Aceptaría una copa?», sugiere. «Me vendrá bien», respondo. Entonces abre una botella de estupendo Malbec y me sirve él mismo. «Fue un gusto atenderlo», comenta. Lo miro a los ojos. «Gracias, amigo mío», murmuro. Entonces, al fin, se permite una ancha sonrisa. «No, señor. Al contrario», dice. Y después se aleja tranquilo, imperturbable, caminando entre las mesas.


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