TÍTULO; EL BLOC DEL CARTERO,
Mercedes Baztán
Creo
que solo la saludé un par de veces en mi vida: la primera, fugazmente,
en una visita a la redacción de esta revista, cuando todavía se ...
Creo que solo la saludé un par de veces en mi vida: la
primera, fugazmente, en una visita a la redacción de esta revista,
cuando todavía se hallaba en la calle José Abascal; la segunda, en la
celebración de su vigésimo aniversario (nuevamente de la revista, no de
Mercedes), en la antigua sede del diario Madrid. Mercedes Baztán
era redactora jefe de XLSemanal desde muy antiguo; y era la persona a
la que yo enviaba mis artículos cada miércoles, al filo del cierre,
abusando de su paciencia y de su bondad, porque siempre he sido un poco
tardón y me ha gustado apurar los plazos. A veces me llamaba
por teléfono, urgiéndome la entrega; pero en su voz no había acritud,
sino más bien una suerte de maternal conmiseración, como si más que
reclamarme una obligación me estuviese implorando un favor: «¿Cómo
vamos, Juan Manuel?», me saludaba siempre, con su voz matinal y briosa,
voz de mujer navarra, activísima y despierta, con ese deje franco y
resolutivo que tienen las gentes de su tierra. Yo entonces
probaba cualquier disculpa: «Es que acabo de llegar de viaje y ando un
poco pillado; pero ya estoy con ello, no te preocupes». Sospecho que más
de una vez la obligué a quedarse sin comer, o a comer a horas
intempestivas, esperando mi artículo; pero nunca salió de sus
labios una palabra mohína o desabrida: «Nada, tú tranquilo, que aquí te
espero». Y ahí me esperaba siempre, semana tras semana, robándole tiempo
a su familia; nunca me lo reprochó, con esa delicadeza que caracteriza a
las almas más generosas.
Nuestra relación era sobre todo por correo electrónico: yo le mandaba el artículo in extremis; y Mercedes me acusaba recibo, incorporando algún comentario que revelaba que ya lo había leído. A través de estos comentarios fui conociéndola un poco mejor: era una mujer con dotes de zahorí, que adivinaba enseguida si mi artículo había sido escrito al dictado de un secreto dolor, o si lo vivificaba alguna alegría clandestina; y me lo hacía saber muy discretamente, casi de puntillas, como si le produjera rubor asomarse a las cámaras más escondidas de mi intimidad. Yo he sido siempre más bien misántropo, pero con Mercedes Baztán sentía la necesidad de confiarle mis zozobras, como si entre nosotros se hubiese entablado una suerte de sintonía espiritual, pese a la asepsia del medio que empleábamos para comunicarnos. En un correo electrónico me escribió: «Veo que lo estás pasando mal. Rezo por ti». Así supe que era una mujer de fe; y que vivía esa fe con una naturalidad gozosa y desprendida, como quien posee un tesoro y necesita compartirlo. Sé que rezó por mí; y enseguida noté los efectos benéficos de su oración.
En otra ocasión supe que tenía que pasar por el quirófano; y me pidió entonces, con esa frugalidad tímida que caracterizaba sus correos electrónicos, que rezara por ella. Estaba luchando a brazo partido con el cáncer; pero hablaba de su enfermedad de forma bienhumorada, como si el dolor la hubiese ayudado a disfrutar de las cosas más sencillas de la vida (que siempre son las más importantes), como si le hubiese enseñado a amar con mayor dedicación y empeño. Me di cuenta entonces de que Mercedes Baztán era una criatura excepcional, en la que el optimismo no era un estado de ánimo banal, sino la manifestación jovial de una esperanza constitutiva que le reventaba las costuras del corazón. Cuando volvió al trabajo, algunos meses más tarde, esa esperanza parecía desbordarla por completo: me confesó que el cáncer la había transfigurado, que le había devuelto ese sentido inaugural de la vida que solo poseemos cuando somos niños; me confesó también que nunca había experimentado de un modo tan vívido la dicha de amar y de ser amada por su marido, por sus dos hijos, por Dios; y me confesó muy pudorosamente, casi con vergüenza, que solo temía no estar a la altura de tanto y tan acendrado amor. Pero era un temor infundado.
El cáncer volvió a lanzarle su zarpazo cuando ya parecía que le había ganado la batalla. Y Mercedes volvió a desafiarlo con el mismo denuedo de siempre, irradiando luz y exorcizando las tinieblas en su derredor, como una lámpara encendida en medio de la noche. Las últimas veces que hablé con ella su voz seguía exultante, briosa, más navarra que nunca, alegre de brindarse sin esperar nada a cambio. Así la imagino ahora, allá en el cielo, fundida ya en la llama de amor viva. Descansa en paz, querida Mercedes; y aguárdame un poquito más, que enseguida te envío el artículo.
Nuestra relación era sobre todo por correo electrónico: yo le mandaba el artículo in extremis; y Mercedes me acusaba recibo, incorporando algún comentario que revelaba que ya lo había leído. A través de estos comentarios fui conociéndola un poco mejor: era una mujer con dotes de zahorí, que adivinaba enseguida si mi artículo había sido escrito al dictado de un secreto dolor, o si lo vivificaba alguna alegría clandestina; y me lo hacía saber muy discretamente, casi de puntillas, como si le produjera rubor asomarse a las cámaras más escondidas de mi intimidad. Yo he sido siempre más bien misántropo, pero con Mercedes Baztán sentía la necesidad de confiarle mis zozobras, como si entre nosotros se hubiese entablado una suerte de sintonía espiritual, pese a la asepsia del medio que empleábamos para comunicarnos. En un correo electrónico me escribió: «Veo que lo estás pasando mal. Rezo por ti». Así supe que era una mujer de fe; y que vivía esa fe con una naturalidad gozosa y desprendida, como quien posee un tesoro y necesita compartirlo. Sé que rezó por mí; y enseguida noté los efectos benéficos de su oración.
En otra ocasión supe que tenía que pasar por el quirófano; y me pidió entonces, con esa frugalidad tímida que caracterizaba sus correos electrónicos, que rezara por ella. Estaba luchando a brazo partido con el cáncer; pero hablaba de su enfermedad de forma bienhumorada, como si el dolor la hubiese ayudado a disfrutar de las cosas más sencillas de la vida (que siempre son las más importantes), como si le hubiese enseñado a amar con mayor dedicación y empeño. Me di cuenta entonces de que Mercedes Baztán era una criatura excepcional, en la que el optimismo no era un estado de ánimo banal, sino la manifestación jovial de una esperanza constitutiva que le reventaba las costuras del corazón. Cuando volvió al trabajo, algunos meses más tarde, esa esperanza parecía desbordarla por completo: me confesó que el cáncer la había transfigurado, que le había devuelto ese sentido inaugural de la vida que solo poseemos cuando somos niños; me confesó también que nunca había experimentado de un modo tan vívido la dicha de amar y de ser amada por su marido, por sus dos hijos, por Dios; y me confesó muy pudorosamente, casi con vergüenza, que solo temía no estar a la altura de tanto y tan acendrado amor. Pero era un temor infundado.
El cáncer volvió a lanzarle su zarpazo cuando ya parecía que le había ganado la batalla. Y Mercedes volvió a desafiarlo con el mismo denuedo de siempre, irradiando luz y exorcizando las tinieblas en su derredor, como una lámpara encendida en medio de la noche. Las últimas veces que hablé con ella su voz seguía exultante, briosa, más navarra que nunca, alegre de brindarse sin esperar nada a cambio. Así la imagino ahora, allá en el cielo, fundida ya en la llama de amor viva. Descansa en paz, querida Mercedes; y aguárdame un poquito más, que enseguida te envío el artículo.
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