Leyendo el Idearium español, de Ángel Ganivet (1865-1898), me tropiezo con esta enseñanza: «No te dejes vencer por nada extraño a tu ..
Leyendo el Idearium español, de Ángel Ganivet (1865-1898), me tropiezo con esta enseñanza: «No
te dejes vencer por nada extraño a tu espíritu; piensa, en medio de los
accidentes de la vida, que tienes dentro de ti una fuerza madre, algo
fuerte e indestructible, como un eje diamantino, alrededor del cual
giran los hechos mezquinos que forman la trama del diario vivir; y sean
cuales fueran los sucesos que sobre ti caigan, sean de los que llamamos
prósperos, o de los que llamamos adversos, o de los que parecen
envilecernos con su contacto, mantente de tal modo firme y erguido, que
al menos se pueda decir siempre de ti que eres un hombre». Se trata, sin duda, de un programa vital extraordinariamente sugestivo; y, sin embargo...
Ángel Ganivet, el hombre que escribió estas líneas, se suicidó cuando aún no había cumplido los treinta y tres años, arrojándose a las heladas aguas del río Dvina, en Riga. Se dice que al suicidio lo empujaron la soledad, el dolor que le provocaba la decadencia de España y una fuerte «crisis espiritual». ¿Sería que, al fin y a la postre, lo venció algo 'extraño' a su espíritu? ¿O más bien ocurriría que fue su propio espíritu quien le inspiró pensamientos suicidas? Ganivet, como tantos hombres de su tiempo, era radicalmente espiritualista, pero de un espiritualismo antropocéntrico, voluntarista, que fiaba la consecución de un alto ideal moral en las solas posibilidades humanas, sin la ayuda de Dios. Cuando rechaza los «hechos mezquinos que forman la trama del diario vivir», sean prósperos o adversos, Ganivet se suma a una ilustre tradición ascética que hallamos en casi todas las grandes religiones. Pero Ganivet oponía a la tradición ascética de las religiones su ideal del espíritu humano como «fuerza madre» o «eje diamantino» de la vida, fuerte e indestructible.
¿De veras es el espíritu humano fuerte e indestructible? Así lo ha creído, en líneas generales, la filosofía moderna, que ha elaborado todas sus construcciones desde esta premisa... negando la tozuda realidad. Porque lo que la realidad nos muestra es que el espíritu humano sucumbe siempre: los espíritus débiles, arrastrados por esos «hechos mezquinos» a los que aludía Ganivet; los espíritus más fuertes, devorados por las angustias que el propio espíritu engendra (Ganivet sería un ejemplo paradigmático, como lo es Nietzsche), en su combate con el mundo. Las tradiciones religiosas, mucho más realistas, creen que el espíritu puede fortalecerse hasta hacerse indestructible, siempre que reconozca su dependencia, descubriendo que ese «eje diamantino» del que hablaba Ganivet no se halla en el espíritu humano, sino en Dios; y no en un Dios que es producto del propio espíritu (como podría aceptar cierta filosofía idealista), sino en un Dios que es su causa; y que, por ser su causa, el espíritu que de ella se aparta, acaba por ser naturalmente dependiente invadido por fuerzas espirituales que ya no tienen una procedencia divina, aunque sí sobrenatural (o preternatural, si se prefiere). Estas invasiones que sufre nuestro espíritu han sido bautizadas por nuestra época de modos muy diversos depresiones, neurosis, etcétera, en un afán por hallarles una etiología 'material' (o química, si se prefiere); aunque, en resumen, todas tienen su origen en una enfermedad del alma, que es la desesperación.
Esta enfermedad del alma ataca más crudamente a quienes, como Ganivet, han hecho del espíritu el «eje diamantino» de su vida. El dolor es una realidad humana evidente e innegable, que a todos ataca; pero la cualidad de infinitud aplicada al dolor es un producto del espíritu, que cuanto más independiente se cree, más tiende a concebir su dolor como algo insoportablemente infinito; y contra esta convicción, no hay «eje diamantino» que resista: o termina quebrando, hecho añicos, o trata de recomponer esos añicos dejándose envilecer por los «hechos mezquinos» a los que se refería Ganivet, que actúan como lenitivos (nunca antídotos) contra su dolor (aunque, por lo común, empiecen anestesiándolo, para después exacerbarlo... y hacerlo todavía más insoportable). El espíritu que se cree dependiente, en cambio, tiende a concebir el dolor como algo finito, cuyo imperio se detiene en esta vida, a la que sucede una vida infinita de beatitud; y esta convicción es su antídoto.
Desde luego, podríamos decir que quien se cree dependiente y halla su fortaleza espiritual en Dios se engaña; pero, en todo caso, se trataría de un engaño que no se puede demostrar. En cambio, a quien cree que su fortaleza reside en sí mismo la tozuda realidad le ofrece pruebas diarias de su engaño.
Una historia de España (V)Ángel Ganivet, el hombre que escribió estas líneas, se suicidó cuando aún no había cumplido los treinta y tres años, arrojándose a las heladas aguas del río Dvina, en Riga. Se dice que al suicidio lo empujaron la soledad, el dolor que le provocaba la decadencia de España y una fuerte «crisis espiritual». ¿Sería que, al fin y a la postre, lo venció algo 'extraño' a su espíritu? ¿O más bien ocurriría que fue su propio espíritu quien le inspiró pensamientos suicidas? Ganivet, como tantos hombres de su tiempo, era radicalmente espiritualista, pero de un espiritualismo antropocéntrico, voluntarista, que fiaba la consecución de un alto ideal moral en las solas posibilidades humanas, sin la ayuda de Dios. Cuando rechaza los «hechos mezquinos que forman la trama del diario vivir», sean prósperos o adversos, Ganivet se suma a una ilustre tradición ascética que hallamos en casi todas las grandes religiones. Pero Ganivet oponía a la tradición ascética de las religiones su ideal del espíritu humano como «fuerza madre» o «eje diamantino» de la vida, fuerte e indestructible.
¿De veras es el espíritu humano fuerte e indestructible? Así lo ha creído, en líneas generales, la filosofía moderna, que ha elaborado todas sus construcciones desde esta premisa... negando la tozuda realidad. Porque lo que la realidad nos muestra es que el espíritu humano sucumbe siempre: los espíritus débiles, arrastrados por esos «hechos mezquinos» a los que aludía Ganivet; los espíritus más fuertes, devorados por las angustias que el propio espíritu engendra (Ganivet sería un ejemplo paradigmático, como lo es Nietzsche), en su combate con el mundo. Las tradiciones religiosas, mucho más realistas, creen que el espíritu puede fortalecerse hasta hacerse indestructible, siempre que reconozca su dependencia, descubriendo que ese «eje diamantino» del que hablaba Ganivet no se halla en el espíritu humano, sino en Dios; y no en un Dios que es producto del propio espíritu (como podría aceptar cierta filosofía idealista), sino en un Dios que es su causa; y que, por ser su causa, el espíritu que de ella se aparta, acaba por ser naturalmente dependiente invadido por fuerzas espirituales que ya no tienen una procedencia divina, aunque sí sobrenatural (o preternatural, si se prefiere). Estas invasiones que sufre nuestro espíritu han sido bautizadas por nuestra época de modos muy diversos depresiones, neurosis, etcétera, en un afán por hallarles una etiología 'material' (o química, si se prefiere); aunque, en resumen, todas tienen su origen en una enfermedad del alma, que es la desesperación.
Esta enfermedad del alma ataca más crudamente a quienes, como Ganivet, han hecho del espíritu el «eje diamantino» de su vida. El dolor es una realidad humana evidente e innegable, que a todos ataca; pero la cualidad de infinitud aplicada al dolor es un producto del espíritu, que cuanto más independiente se cree, más tiende a concebir su dolor como algo insoportablemente infinito; y contra esta convicción, no hay «eje diamantino» que resista: o termina quebrando, hecho añicos, o trata de recomponer esos añicos dejándose envilecer por los «hechos mezquinos» a los que se refería Ganivet, que actúan como lenitivos (nunca antídotos) contra su dolor (aunque, por lo común, empiecen anestesiándolo, para después exacerbarlo... y hacerlo todavía más insoportable). El espíritu que se cree dependiente, en cambio, tiende a concebir el dolor como algo finito, cuyo imperio se detiene en esta vida, a la que sucede una vida infinita de beatitud; y esta convicción es su antídoto.
Desde luego, podríamos decir que quien se cree dependiente y halla su fortaleza espiritual en Dios se engaña; pero, en todo caso, se trataría de un engaño que no se puede demostrar. En cambio, a quien cree que su fortaleza reside en sí mismo la tozuda realidad le ofrece pruebas diarias de su engaño.
Y
fue el caso, o sea, que mientras el imperio se iba a tomar por saco
entre bárbaros por un lado y decadencia romana por otro, y el mundo ...
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