QUITATE ESA LOCURA DE LA CABEZA,.
Los egipcios no le daban un gran valor. El corazón era para ellos la parte más importante del cuerpo humano. El cerebro, en cambio, era
Los egipcios no le daban un gran valor. El corazón
era para ellos la parte más importante del cuerpo humano. El cerebro, en
cambio, era desechado como un órgano menor. Tampoco aristóteles le
tenía gran estima: para él que diseccionó desde elefantes hasta erizos
de mar, aunque nunca a un humano, el pensamiento y el alma estaban en el
corazón. Un órgano tan inmóvil como el cerebro, con una
textura tan flácida y sin casi sangre no podía generar creía algo tan
noble como el pensamiento. El cerebro era relegado a una función
pragmática: un radiador natural que refrigeraba nuestra sangre.
¿Corazón o cerebro? Por raro que nos parezca, el debate se prolongó durante siglos y no faltó quien otorgara al segundo su merecido lugar. Dos de los grandes nombres de la historia de la medicina Hipócrates y Galeno aciertan más en su diagnóstico del papel de la materia gris en la vida del hombre. Galeno, por ejemplo, nacido en Grecia pero célebre en la Roma del emperador Marco Aurelio, contribuyó, entre otras cosas, a otorgar a los nervios el importante rol que ocupan en el pensamiento y la acción. A través de experimentos que hoy nos parecerían de una crueldad inadmisible seccionaba nervios o incluso la médula espinal de animales vivos para estudiar sus consecuencias identificó correctamente muchas de las funciones de los nervios, aunque los considerara conductos huecos por donde circulaba el pneuma, el aliento que se dirigía a los ventrículos interiores del cerebro. Esta percepción estuvo vigente en Europa durante más de mil años, hasta que quedó atrás la Edad Media. De hecho, la circulación de la sangre no se descubriría hasta el siglo XVII.
Las bases de la neurología moderna, con todo, quedan asentadas un siglo más tarde. A finales del XVIII, el anatomista austriaco Franz Joseph Gall propuso una novedosa teoría del cerebro: cada una de sus funciones lenguaje, memoria, percepción de las formas y de los sonidos está localizada en una parte específica. Habría así una zona encargada de permitirnos reconocer los colores; otra, las palabras... y otras donde se ubicaban la inteligencia o incluso la fidelidad. Con esto inaugura una aproximación moderna al cerebro y sus funciones.
Otro ingrediente fundamental de la actividad cerebral es la electricidad. El primero en entenderlo fue el médico y fisiólogo italiano Luigi Galvani. Célebre conferenciante, dejaba a la audiencia atónita al aplicar una descarga eléctrica a la médula espinal de una rana muerta; aunque su corazón ya no latiera, las patas se movían: la «electricidad animal», como él la llamaba, provocaba que los músculos se contrajeran. Si ya hacia 1780 aquello sorprendía a todos, más tarde la estimulación con electrodos del cerebro arrojó también asombrosos resultados. En la década de 1950, en que la extirpación de tumores cerebrales era ya una práctica habitual, era frecuente que se aplicaran pequeñas cargas eléctricas en las regiones continuas a la zona que se quería extirpar para asegurarse de que la operación no afectaría a ninguna función esencial, como la vista o el lenguaje. Así se comprobó una vez más la relación entre el movimiento y distintas zonas del cerebro.
Más sorprendente fue descubrir que la aplicación de los electrodos afectaba también a los sentimientos. De hecho, la aplicación de electrodos está demostrando ser muy prometedora para tratar la depresión o el párkinson. Casi en la entrada del siglo actual, el doctor Boulos-Paul Bejjani implantó en el cerebro de una mujer con párkinson un emisor de electrodos para tratarla. Al ponerlo en funcionamiento, la paciente rompió a llorar y evidenció una súbita depresión. Aplicando el electrodo en otros lugares, se producía la reacción inversa: reía sin motivo o encontraba de lo más divertido la corbata del médico... Las emociones son pues algo estimulable y provocable físicamente. El cerebro es una compleja máquina formada por millones de conexiones nerviosas donde conviven memoria, emociones y pensamiento.
Esto, que quizá nos parezca hoy evidente, se ha establecido solo tras muchos siglos de investigación con humanos vivos o muertos, otros mamíferos o incluso animales tan alejados de nosotros como el Caenorhabditis elegans, un minúsculo gusano transparente de menos de mil células que, sin embargo, nos ha ayudado a entender el papel de la muerte celular en la configuración del cerebro y sus enfermedades. Fue la invención de los primeros microscopios de precisión, a finales del siglo XVIII, la que permitió a los estudiosos apreciar la importancia de las células en cualquier forma de vida.
Esta concepción celular de lo vivo fue una gran revolución que, sin embargo, tuvo problemas a la hora de aplicarse al cerebro: para estudiar las células, los científicos deben primero teñirlas para poder observarlas a través del microscopio. No obstante, el cerebro se resistió durante largo tiempo a estos métodos de tinción. No se encontró un método adecuado hasta que el médico italiano Camillo Golgi dio con un colorante a base de nitrato de plata y bicromato potásico que permitió observar las células cerebrales. Utilizando este método, el Nobel español Santiago Ramón y Cajal realizó una compleja cartografía de las células de las distintas áreas cerebrales y sus prolongaciones. Unos años más tarde otro Nobel, el neurofisiólogo británico Sir Charles Scott Sherrington, completó el diagrama demostrando el rol que tenía la liberación de las moléculas químicas de los neurotransmisores en el funcionamiento cerebral.
A la corriente eléctrica y a la presencia de células se había añadido un tercer componente: la química, que supuso una gran revolución en términos terapéuticos. Sin conocer el papel de los neurotransmisores y de las hormonas que controla el hipotálamo, no existirían muchos de los fármacos que se utilizan hoy para las más diversas afecciones mentales. Desde el párkinson o la depresión hasta la anestesia, que, aunque nos sorprenda, comenzó a emplearse solo a finales del siglo XIX. El cerebro ha sido y sigue siendo el gran desconocido. Hasta tal punto que el biólogo francés François Jacob fallecido en abril de este mismo año tiraba piedras contra su propio tejado al afirmar: «Estamos constituidos por una asombrosa amalgama de ácidos nucleicos y recuerdos; de deseos y proteínas. El siglo XX se ha ocupado mucho de los ácidos nucleicos y de las proteínas. El XXI va a concentrarse sobre los recuerdos y los deseos. ¿Será capaz de resolver estas cuestiones?».
La histeria y otros errores de diagnóstico
¿Nacía en el útero...? Era cosa de mujeres. Así lo indicaba su nombre: istera, 'útero' en griego. Hay que remontarse a Hipócrates para entenderlo: en su época se creía que el útero era móvil y enfermaba a la mujer si le subía hasta el pecho. La percepción de la histeria como un mal femenino perduró hasta el siglo XX, y durante mucho tiempo se trataba con masajes del médico a la mujer hasta conducirla al orgasmo. El término ya no se usa en el ámbito clínico.
¿Epilepsia, castigo divino? Hipócrates dedicó también virulentos párrafos a combatir el supuesto origen sobrenatural de muchas enfermedades. Entre ellas, la epilepsia, que él consideraba un mal natural y no un castigo de los dioses.
Los males de la frenología. En el XVIII, el austriaco Franz J. Gall afirmó que cada función cerebral lenguaje, memoria... residía en una parte concreta de la cabeza. Su acierto abrió, sin embargo, la puerta a la frenología, por la cual se podían determinar el carácter y hasta las tendencias criminales de alguien según la forma de su cráneo. Causó brutales discriminaciones en los siglos XIX y XX.
Inteligencia: cuestión de raza. También el francés Paul Broca abrió la puerta a peligrosos disparates. Acertó al identificar a mediados del XIX el córtex, una zona relacionada con el habla, pero no al vincular masa encefálica e inteligencia. Para probarlo, propuso «escoger razas cuyas deficiencias intelectuales sean obvias y comparar sus cerebros». La deriva racista de su teoría fue inevitable. Relacionó a su vez la longitud de un hueso del antebrazo y otro del brazo con la inteligencia: en el mono eran más largos que en el hombre. Cuando midió esos huesos en europeos, asiáticos o «primitivos de piel oscura», vio que los blancos estaban más cerca del mono y descartó su tesis. Creía a su vez que la mujer era intelectualmente inferior al hombre.
Depresión...
Cada mal se origina, según Hipócrates, en el desequilibrio de uno de los fluidos corporales que, en la salud, se hallan en la proporción adecuada: la sangre, la bilis amarilla, la flema y la bilis negra. Un exceso de esta última provocaba una gran tristeza. Su teoría dio paso al término 'melancolía' ('bilis negra' en griego), utilizado antiguamente para nombrar la depresión. Así comenzó a llamársela en el siglo XVII y su uso se generalizó en el siguiente cuando se convierte en una enfermedad que tratar, con terapia o fármacos.
... y 'locura'
De la mazmorra al hospital, del castigo y la discriminación a la terapia. Origen y evolución de las enfermedades mentales. La locura, la más castigada, se trataba con sangrías, reclusión, azotes, castración... Más dura, si cabe, fue la lobotomía. El neurólogo Egas Moniz realizó la primera en 1935. Tras su periodo de auge se vio que el seis por ciento de los pacientes no sobrevivían a la operación y que el resto sufría después trastornos de personalidad. La última lobotomía se realizó en 1967.
¿Corazón o cerebro? Por raro que nos parezca, el debate se prolongó durante siglos y no faltó quien otorgara al segundo su merecido lugar. Dos de los grandes nombres de la historia de la medicina Hipócrates y Galeno aciertan más en su diagnóstico del papel de la materia gris en la vida del hombre. Galeno, por ejemplo, nacido en Grecia pero célebre en la Roma del emperador Marco Aurelio, contribuyó, entre otras cosas, a otorgar a los nervios el importante rol que ocupan en el pensamiento y la acción. A través de experimentos que hoy nos parecerían de una crueldad inadmisible seccionaba nervios o incluso la médula espinal de animales vivos para estudiar sus consecuencias identificó correctamente muchas de las funciones de los nervios, aunque los considerara conductos huecos por donde circulaba el pneuma, el aliento que se dirigía a los ventrículos interiores del cerebro. Esta percepción estuvo vigente en Europa durante más de mil años, hasta que quedó atrás la Edad Media. De hecho, la circulación de la sangre no se descubriría hasta el siglo XVII.
Las bases de la neurología moderna, con todo, quedan asentadas un siglo más tarde. A finales del XVIII, el anatomista austriaco Franz Joseph Gall propuso una novedosa teoría del cerebro: cada una de sus funciones lenguaje, memoria, percepción de las formas y de los sonidos está localizada en una parte específica. Habría así una zona encargada de permitirnos reconocer los colores; otra, las palabras... y otras donde se ubicaban la inteligencia o incluso la fidelidad. Con esto inaugura una aproximación moderna al cerebro y sus funciones.
Otro ingrediente fundamental de la actividad cerebral es la electricidad. El primero en entenderlo fue el médico y fisiólogo italiano Luigi Galvani. Célebre conferenciante, dejaba a la audiencia atónita al aplicar una descarga eléctrica a la médula espinal de una rana muerta; aunque su corazón ya no latiera, las patas se movían: la «electricidad animal», como él la llamaba, provocaba que los músculos se contrajeran. Si ya hacia 1780 aquello sorprendía a todos, más tarde la estimulación con electrodos del cerebro arrojó también asombrosos resultados. En la década de 1950, en que la extirpación de tumores cerebrales era ya una práctica habitual, era frecuente que se aplicaran pequeñas cargas eléctricas en las regiones continuas a la zona que se quería extirpar para asegurarse de que la operación no afectaría a ninguna función esencial, como la vista o el lenguaje. Así se comprobó una vez más la relación entre el movimiento y distintas zonas del cerebro.
Más sorprendente fue descubrir que la aplicación de los electrodos afectaba también a los sentimientos. De hecho, la aplicación de electrodos está demostrando ser muy prometedora para tratar la depresión o el párkinson. Casi en la entrada del siglo actual, el doctor Boulos-Paul Bejjani implantó en el cerebro de una mujer con párkinson un emisor de electrodos para tratarla. Al ponerlo en funcionamiento, la paciente rompió a llorar y evidenció una súbita depresión. Aplicando el electrodo en otros lugares, se producía la reacción inversa: reía sin motivo o encontraba de lo más divertido la corbata del médico... Las emociones son pues algo estimulable y provocable físicamente. El cerebro es una compleja máquina formada por millones de conexiones nerviosas donde conviven memoria, emociones y pensamiento.
Esto, que quizá nos parezca hoy evidente, se ha establecido solo tras muchos siglos de investigación con humanos vivos o muertos, otros mamíferos o incluso animales tan alejados de nosotros como el Caenorhabditis elegans, un minúsculo gusano transparente de menos de mil células que, sin embargo, nos ha ayudado a entender el papel de la muerte celular en la configuración del cerebro y sus enfermedades. Fue la invención de los primeros microscopios de precisión, a finales del siglo XVIII, la que permitió a los estudiosos apreciar la importancia de las células en cualquier forma de vida.
Esta concepción celular de lo vivo fue una gran revolución que, sin embargo, tuvo problemas a la hora de aplicarse al cerebro: para estudiar las células, los científicos deben primero teñirlas para poder observarlas a través del microscopio. No obstante, el cerebro se resistió durante largo tiempo a estos métodos de tinción. No se encontró un método adecuado hasta que el médico italiano Camillo Golgi dio con un colorante a base de nitrato de plata y bicromato potásico que permitió observar las células cerebrales. Utilizando este método, el Nobel español Santiago Ramón y Cajal realizó una compleja cartografía de las células de las distintas áreas cerebrales y sus prolongaciones. Unos años más tarde otro Nobel, el neurofisiólogo británico Sir Charles Scott Sherrington, completó el diagrama demostrando el rol que tenía la liberación de las moléculas químicas de los neurotransmisores en el funcionamiento cerebral.
A la corriente eléctrica y a la presencia de células se había añadido un tercer componente: la química, que supuso una gran revolución en términos terapéuticos. Sin conocer el papel de los neurotransmisores y de las hormonas que controla el hipotálamo, no existirían muchos de los fármacos que se utilizan hoy para las más diversas afecciones mentales. Desde el párkinson o la depresión hasta la anestesia, que, aunque nos sorprenda, comenzó a emplearse solo a finales del siglo XIX. El cerebro ha sido y sigue siendo el gran desconocido. Hasta tal punto que el biólogo francés François Jacob fallecido en abril de este mismo año tiraba piedras contra su propio tejado al afirmar: «Estamos constituidos por una asombrosa amalgama de ácidos nucleicos y recuerdos; de deseos y proteínas. El siglo XX se ha ocupado mucho de los ácidos nucleicos y de las proteínas. El XXI va a concentrarse sobre los recuerdos y los deseos. ¿Será capaz de resolver estas cuestiones?».
La histeria y otros errores de diagnóstico
¿Nacía en el útero...? Era cosa de mujeres. Así lo indicaba su nombre: istera, 'útero' en griego. Hay que remontarse a Hipócrates para entenderlo: en su época se creía que el útero era móvil y enfermaba a la mujer si le subía hasta el pecho. La percepción de la histeria como un mal femenino perduró hasta el siglo XX, y durante mucho tiempo se trataba con masajes del médico a la mujer hasta conducirla al orgasmo. El término ya no se usa en el ámbito clínico.
¿Epilepsia, castigo divino? Hipócrates dedicó también virulentos párrafos a combatir el supuesto origen sobrenatural de muchas enfermedades. Entre ellas, la epilepsia, que él consideraba un mal natural y no un castigo de los dioses.
Los males de la frenología. En el XVIII, el austriaco Franz J. Gall afirmó que cada función cerebral lenguaje, memoria... residía en una parte concreta de la cabeza. Su acierto abrió, sin embargo, la puerta a la frenología, por la cual se podían determinar el carácter y hasta las tendencias criminales de alguien según la forma de su cráneo. Causó brutales discriminaciones en los siglos XIX y XX.
Inteligencia: cuestión de raza. También el francés Paul Broca abrió la puerta a peligrosos disparates. Acertó al identificar a mediados del XIX el córtex, una zona relacionada con el habla, pero no al vincular masa encefálica e inteligencia. Para probarlo, propuso «escoger razas cuyas deficiencias intelectuales sean obvias y comparar sus cerebros». La deriva racista de su teoría fue inevitable. Relacionó a su vez la longitud de un hueso del antebrazo y otro del brazo con la inteligencia: en el mono eran más largos que en el hombre. Cuando midió esos huesos en europeos, asiáticos o «primitivos de piel oscura», vio que los blancos estaban más cerca del mono y descartó su tesis. Creía a su vez que la mujer era intelectualmente inferior al hombre.
Depresión...
Cada mal se origina, según Hipócrates, en el desequilibrio de uno de los fluidos corporales que, en la salud, se hallan en la proporción adecuada: la sangre, la bilis amarilla, la flema y la bilis negra. Un exceso de esta última provocaba una gran tristeza. Su teoría dio paso al término 'melancolía' ('bilis negra' en griego), utilizado antiguamente para nombrar la depresión. Así comenzó a llamársela en el siglo XVII y su uso se generalizó en el siguiente cuando se convierte en una enfermedad que tratar, con terapia o fármacos.
... y 'locura'
De la mazmorra al hospital, del castigo y la discriminación a la terapia. Origen y evolución de las enfermedades mentales. La locura, la más castigada, se trataba con sangrías, reclusión, azotes, castración... Más dura, si cabe, fue la lobotomía. El neurólogo Egas Moniz realizó la primera en 1935. Tras su periodo de auge se vio que el seis por ciento de los pacientes no sobrevivían a la operación y que el resto sufría después trastornos de personalidad. La última lobotomía se realizó en 1967.
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