domingo, 26 de mayo de 2013

LA CARTA DE LA SEMANA CON Por Potes hasta Santiago,./ EL BLOC DEL CARTERO CON EL CUERPO HUMANO.

TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA CON  Por Potes hasta Santiago,.
Una conocida y querida compañera con la que me he sentido muy unido desde hace años me ilustró debidamente acerca de los recorridos ...

Por Potes hasta Santiago

Una conocida y querida compañera con la que me he sentido muy unido desde hace años me ilustró debidamente acerca de los recorridos postales de España que todo aspirante al cuerpo de Correos por oposición debía aprenderse. Recorriendo un verano el apasionante Norte de las cosas, la opositora felizmente descartada me sugirió un trayecto postal: de Potes a Llanes, por Panes. Y, al hacerlo, «clavó en mi corazón la flecha del amor» por ese tramo de España tan extraordinariamente sugerente que mezcla parajes cántabros y asturianos. Hace pocos días repetí el tramo -ya sin la compañera, a la que, no obstante, mensajeé debidamente en homenaje al tiempo pasado- y traté de escudriñar una ruta del Camino de Santiago que se me antoja tranquila, exultante y bellísima: la que va de Potes a Mansilla de las Mulas pasando por Riaño. Partes de Potes y te incorporas al Camino Francés en la provincia de León. Incluso más: hay quien propone hacerla desde el Camino del Norte abandonando el siempre delicioso San Vicente de la Barquera y cruzando los descomunales Picos de Europa. No necesariamente paralelo al río Deva y al colosal desfiladero por el que transita la carretera que une la costa cantábrica y la capital de la comarca de Liébana, sino por una senda de altura que seguramente romperá piernas, pero ofrecerá espectáculos de belleza inusitada. En Potes hay muchas cosas que hacer, pero se resumen en una: asombrarse de su perfección asomado al puente de San Cayetano o a cualquiera de los desafiantes paisajes que parte el río en dos. Pilar G. Bahamonde y su colega Geles le pueden explicar todo detalle en su Oficina de Turismo. Si se anima, caminará en ascenso hasta Santo Toribio (San Martín de Turieno), podrá venerar el Lignum crucis, que también procede del madero transversal en el que crucificaron a Cristo, y comenzar desde allí lo que viene conociéndose como Ruta Vadiniense, así llamada por los cántabros anteriores a la romanización que habitaban estas tierras. Los crucenos aquellos peregrinos que llegaban a venerar la Cruz se hacían después concheros y seguían camino hasta Santiago ascendiendo hasta Fuente Dé y el puerto de Pondetrave, bajando hasta Portilla de la Reina y Riaño y después llaneando a la vera del río Esla a través de Cistierna y Gradefes. No es necesario que le señale la belleza insultante del recorrido que, por ejemplo, une Potes y Fuente Dé (en algunos textos sin acento), pasando por Camaleño, Mogroviejo, Cosgaya y así y finalizando boquiabierto ante el pie del teleférico que te asciende a otro mundo, por encima de las nubes, y que te permite ver y comprender toda la grandeza de los Picos de Europa y del estupefaciente circo de montañas del macizo central que rodea el lugar. Pocos enclaves me han impresionado tanto en la vida.
La Senda de Remoña, de hayedo en hayedo, en la que se pueden avistar no pocos animales propios de la zona corzos, rebecos, ciervos, tejones, zorros, lo llevará hasta el puerto desde el que descenderá por pueblos apellidados De la Reina (muy interesante Portilla y la Virgen Peregrina) hasta Riaño, su embalse y su historia conocida, sumergida en la memoria que hoy oculta el agua.
Después prosigue León por calzada romana, choperas, rocas altas, robles, sabinas, mostajos, serbales, acebos y la vista atrás del lago en el que se refleja la silueta del Espigüete. Y Crémenes, después. Y las truchas del Esla. Y la puerta de la Ribera, el adiós a las montañas que es Cistierna, sotos con choperas, hortalizas y regadío. Y más allá Sorriba del Esla, a un paso de la ruina solariega sin que nadie lo evite. Tras Gradefes se llega a Mansilla y por ahí se continúa el Camino Francés hasta Santiago.
La ruta es tan excepcional que hay que rogarles a los gobiernos de Cantabria y de Castilla y León que potencien seriamente las diferentes etapas invirtiendo en señalización y en búsqueda de tramos realmente forestales. Mucho de este caminar es por carretera, pequeña pero carretera, alguna inevitable, pero mucha con alternativa boscosa o senderista. Hacer el camino sorteando coches no es agradable y en buena medida podría evitarse.
Y en la próxima entrega queda pendiente el yantar. Del cocido lebaniego habré de dar buena cuenta. Y de las sonrisas pilladoras de las lugareñas. 

TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO CON EL CUERPO HUMANO.

'El cuerpo humano'

Hace algunos años el joven turinés Paolo Giordano publicaba La soledad de los números primos, una primera novela que causó furor. Era aquel un libro que acertaba a nombrar el desconcierto de una generación (como, por ejemplo, lo fue Buenos días, tristeza, de Françoise Sagan, hace sesenta años), a través de la peripecia sentimental de dos jóvenes disfuncionales, Alice y Mattia, que se aman aflictivamente, incapaces de superar los traumas que padecen y atenazados por el fantasma de la soledad. Sospecho que aquella novela cimentó su éxito en razones más 'sociológicas' que estrictamente literarias: su retrato de la adolescencia en la era de la 'sociedad líquida', donde los vínculos familiares se difuminan hasta hacerse inaprensibles y las certezas que conducen a la edad adulta se ahogan en un marasmo de confusión y trastornos afectivos, resultaba, en verdad, muy prototípica de nuestro tiempo. Sin embargo, La soledad de los números primos revelaba a un escritor muy dotado para escribir sobre sensibilidades morbosas y para penetrar en el bosque de las emociones más maltrechas y balbucientes, algo para lo que se necesitan verdaderas dotes literarias.
Cinco años ha tardado Giordano en entregar a las imprentas su segunda novela, El cuerpo humano, que en España acaba de publicar Ediciones Salamandra. La empecé con ciertas reticencias, esperando toparme con una continuación más o menos encubierta del libro que convirtió al autor en un 'fenómeno editorial'; y la terminé leyendo con rendido entusiasmo, convencido de que me hallaba ante la obra de un escritor excepcional. En El cuerpo humano se nos narra la aventura de un grupo de soldados italianos destinados a Afganistán: a simple vista, parece una novela antimilitarista más (no en vano se abre con una cita de Erich Maria Remarque), escrita al socaire de la moda; pero, poco a poco, a medida que uno avanza en la lectura, se tropieza con personajes de una rara intensidad. Son, en su mayoría, jóvenes inexpertos y desnortados, aunque tampoco falten los oficiales con muchas cicatrices en el alma. Unos y otros son personajes lastimados por la soledad, fugitivos de sí mismos, enfrentados a dilemas morales (algunos peliagudos, como el del aborto) que desbordan su insignificancia. La magia principal de Giordano consiste, precisamente, en hacer significativo lo insignificante: los balbuceos amorosos de un muchacho enfermizamente retraído, a quien sus compañeros hacen presa de sus bromas chocarreras; los temores casi infantiles de otro muchacho a quien el mero roce con una culebra muerta conduce a una crisis nerviosa; los efectos de una infección intestinal entre los miembros de la compañía, etcétera. Con semejantes mimbres, El cuerpo humano corría el riesgo de convertirse en una obra chusca, de un costumbrismo inane y archisabido; pero Giordano logra tejer un tapiz de relaciones humanas extraordinariamente sugestivo. Durante buena parte de la novela nada extraordinario sucede: planea, ciertamente, una sensación de peligro inconcreto sobre los protagonistas, al estilo de lo que ocurría en El desierto de los tártaros, la novela de Dino Buzzati; pero su existencia cotidiana se desenvuelve mayormente entre la rutina y el tedio. Giordano sabe, sin embargo, emplear la rutina y el tedio como catalizador de una espléndida radiografía humana; y ante la mirada del lector se despliega un panorama de almas hechas añicos, trituradas por un mundo ininteligible en el que se sienten extranjeras. En cada añico de esas almas hay una carencia afectiva, un dolor sin etiología, una petición sordomuda de auxilio; y, en medio de ese panorama de heridas íntimas, una búsqueda desnortada de redención. Giordano confronta la fragilidad de sus personajes con el paisaje desolado de Afganistán, que se convierte en cifra de una desolación más íntima e irremediable.
Cuando la tragedia sobrevenga, en el tramo final de la novela, los personajes de Giordano cobran vuelo épico; pero no es el vuelo del heroísmo bélico, como podría esperarse de una novela de aventuras al uso, sino el heroísmo mucho más discreto, incógnito casi, de quienes cargan con sus culpas en silencio. Pese a su paradójico título, El cuerpo humano es una novela de perplejidades morales: en medio de un mundo sin certezas ni asideros, sus personajes pugnan por hallar un sentido a sus zozobras, sin más equipaje que su desnuda humanidad. No siempre hallan solución a su desconcierto; pero su lucha atolondrada es de una rara y magullada belleza que cautiva. Este Paolo Giordano es un magnífico escritor.

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