domingo, 21 de abril de 2013

REVISTA 10 MINUTOS EL ÚLTIMO DE LENINGRADO, MANUEL MENDOZA,./ LA MILI AFRICANA DE PABLO MOTOS,.

TÍTULO: REVISTA 10 MINUTOS-EL ÚLTIMO DE LENINGRADO, MANUEL MENDOZA,.

El último de Leningrado.

Soy un viejo duro», dice Manuel Mendoza, dándose palmetazos en las rodillas. Manuel, la cara huesuda, la nariz ... El último de Leningrado ..

Soy un viejo duro», dice Manuel Mendoza, dándose palmetazos en las rodillas. Manuel, la cara huesuda, la nariz afilada, una leve sonrisa de satisfacción, habla en la salita de su casa, el bastón en un lateral de la silla, la gorra en el otro, la tele encendida y muda. «Se está muriendo todo el mundo», constata, con un punto de orgullo. Cabecea otra vez y tuerce la boca en un gesto ambiguo, un gesto que significa «es una pena», pero también «yo sigo aquí». Luego arranca una lista infinita de nombres y motes, ancianos del pueblo, ya fallecidos y termina con un «a mí no me gustan los entierros» que puede o no esconder un sarcasmo.
Manuel, efectivamente, es un viejo duro. Su familia lleva años peleándose con él. No quieren que suba solo la escalera torcida que asciende al desván, una habitación pequeña y sombría llena de jaulas y de pájaros que el anciano ha elegido como refugio. Pero él sube «a echarle de comer a los jilgueros» con la misma obcecada indiferencia con que, cada día, sale a andar por los alrededores de Puerto Serrano, en la Sierra de Cádiz. «Lo más que hemos conseguido es que se coloque eso», dice Ana, su hija, señalando un chaleco reflectante, amarillo chillón, que Manuel se calza en sus paseos. «Y de mala gana». Manuel la escucha sin mirarla y le dedica, de reojo, una sonrisa burlona. «Duro y cabezón», sentencia su hija. «cabezón como él solo».
A sus 94 años, Manuel tiene que serlo para seguir por aquí, «dando guerra», con el único lastre de algunos achaques menores. «Me falla la memoria», admite. «Y me duelen los huesos por el frío que pasé en Rusia». Es difícil que al abuelo le rabie el esqueleto por sus peripecias de juventud en los arrabales de Leningrado, muy difícil, pero a Manuel nadie se atreve a llevarle la contraria. Nadie. Pronto verán por qué.
La memoria rusa de Mendoza es un puzzle de piezas cojas, desordenadas, que a veces encajan y otras veces no y que obligan a una entrevista absurda, una entrevista «por fases», llena de lagunas y de reiteraciones. Manuel se agota y pierde el hilo constantemente, se empeña en un discurso circular y deslavazado por el que asoman, de vez en cuando, detalles estremecedores. Manuel recuerda, por ejemplo, que participó en el cerco de Leningrado (del que se cumplen ahora 70 años), adscrito al Regimiento de artillería de la División Azul, bajo mando del coronel Badillo. Pero no sabe si lo recuerda porque sí o porque alguien se molestó en explicárselo después, le apuntaló los detalles que a él ya se le escapaban, las banderas, las fechas, los frentes, las posiciones de su batallón. Sabe que estuvo en la Blau División junto, al menos, otros dos paisanos de su pueblo, uno de los cuales confirma la historia con un mutis involuntario y lejano: el seco testimonio de su nombre, esculpido en una de las lápidas del cementerio alemán de Novgorod. 'Pitera', dice el anciano, refiriéndose a su compañero por el mote. «Allí se cargaron a 'Pitera'».
Manuel explica, a su forma, que no todos en la División eran falangistas o militares obsesionados con frenar en los Urales el poder soviético. También había parias, muertos de hambre, conversos enrolados para lavar su culpa, impostores dispuestos a cambiar de trinchera y, sobre todo, tipos con mala suerte, tipos duros o cabezones como Manuel que no supieron guardar las formas y acabaron rellenando los llamados 'cupos sucios', muleros, 'mataliendres' o enterradores. «Yo terminé en Rusia porque metí la pata dos veces», cuenta el abuelo.
A la cárcel o a la guerra
La primera. Pocos días después del levantamiento, Manuel, un adolescente ajeno a la política por falta de voluntad y de cultura, se dirige a Puerto Serrano desde el cortijo en el que guarda cerdos a cambio de un jornal miserable. Una patrulla de falangistas de El Coronil le da el alto y le pide el salvoconducto. Manuel («cabezón como él solo») carece de documentación alguna, pero se empeña en continuar. La patrulla le regala una paliza de muerte. Manuel no olvida la afrenta. Año y medio después, ya reclutado a la fuerza por el bando nacional, pide un servicio voluntario en El Coronil. En su primera noche en el pueblo, se emborracha. En todos los bares pregunta por un cabo de Falange al que está buscando «para devolverle un favor». La Guardia Civil lo detiene y lo manda al calabozo por gritar amenazas de muerte.
La segunda. Manuel, con el historial sembrado de fugas e insubordinaciones, ejerce de guarda en el Penal de El Puerto. Un capitán, ('el capitán Terry') le afea que se dedique a despiojar a los presos, algunos de los cuales eran conocidos de la Sierra. El capitán lo llama vago y le ordena que saque brillo a las letrinas. Después, «para asegurarse» de que los baños están limpios, pretende que Mendoza bese el borde de un retrete. Manuel («cabezón como él solo») se niega. 'Terry' intenta obligarlo por la fuerza, lo coge por el cuello, le dobla un brazo y le baja la cabeza hasta el agua del váter, pero, en mitad de la refriega, el soldado se revuelve y propina un mordisco al capitán. Le arranca una oreja. Tras el Consejo de Guerra, un coronel, extraoficialmente, le da dos opciones: o cumple diez años de cárcel o se enrola voluntario para ir a Rusia. «Coño, pues me fui a Rusia», resume Manuel. «Pensaba que aquello no podía ser peor que la cárcel», aclara. «Pero no sé yo si me equivoqué».
Dice Mendoza que algunas noches todavía se acuerda del frío que hacía en la estepa y le entra la tiritera. El frío es la única constante de una narración incoherente, sembrada de inconcreciones y saltos en el tiempo. Lógico: en el invierno del 42, la División sufrió temperaturas de 40 grados bajo cero. Los españoles, de entrada, tenían más bajas por congelación que por fuego de combate. «Hacía tanto frío que yo me pasaba el día bebiendo aguardiente», reconoce el anciano, sonrisa en ristre. «O metido entre las bestias». «Soldados rojos vi pocos», admite. «Pero muertos. muertos sí que vi. Muchos muertos. De los nuestros».
Cuando llegó al frente, el oficial responsable de asignar las tareas no tardó en apreciar que Manuel tenía buena mano con los animales. Le asignó una recua de yeguas y mulos que servía para variar la posición de los cañones. «Con tanta nieve y tanto barro, eran más fiables que los coches. Y se congelaban menos». Así que el recluta, en retaguardia, pasaba frío, movía piezas de artillería, bebía aguardiente y dormitaba entre las bestias, hasta que los rusos se cansaron de jugar al gato y al ratón y, en pleno invierno, decidieron romper el frente.
Es posible que lo que Mendoza vivió de cerca fuera la resaca del contraataque ruso de febrero del 43, una acción a la desesperada que causó a los españoles 1.121 muertos, 1.035 heridos y 300 capturados en 24 horas. «Recuerdo el jaleo en la tropa, aunque nosotros no estábamos en primera línea. Y los bombardeos que destrozaron el frente y mataron a 'Pitera'». «Sí, lo recuerdo», insiste el anciano, satisfecho consigo mismo, aunque es incapaz de aproximar una fecha. También recuerda perfectamente la noche en que su oficial al mando lo condenó a una pesadilla de por vida.
Durante todo el día, las bombas rusas habían hecho trizas las posiciones españolas. «El oficial me ordenó que cogiera un carro en cuanto se pusiera el sol, me acercara al frente y lo cargara de muertos, con cuidado por si quedaba algún español vivo. No querían que fuéramos en camión para no hacer ruido».
El carro de Manuel cruzó dos veces el trecho de nieve que separaba el campamento del campo de batalla. De vez en cuando, las bengalas rusas iluminaban el llano helado que bordeaba la periferia de la ciudad, y entonces Manuel y su compañero se daban cuenta de la magnitud del empeño: «Había cadáveres por todas partes, medio enterrados en la nieve». Nada se movía. Nadie se quejaba. Nadie pedía ayuda. El frío se había encargado de rematar a los heridos.
«Pareces un carnicero»
Manuel y su compañero descargaron en la morgue el último carro de soldados muertos (después supo que milagrosamente alguno aún respiraba) y terminaron el servicio al amanecer. Agotado, cubierto de sangre y de barro, el anciano recuerda que se acercó a ver a su oficial. «Le pedí un permiso largo porque había cogido un poquito de asco», dice. Ahora, cuando lo cuenta, no sonríe. En el argot de la trinchera, «coger asco» significaba entrar en shock, en fase paranoica o depresiva. «El oficial me miró de arriba abajo y me dijo: 'Ve a lavarte, Mendoza, que pareces un carnicero'».
Manuel no guarda ningún recuerdo físico de aquellos días. «¿Para qué?». Insinúa que se desprendió de todos (incluyendo un reloj de pared que logró en el asalto a una mansión vacía y que se empeñó en traer a España) tras la muerte de Franco, por pura precaución o por miedo, porque por entonces seguía considerándose apolítico. De los otros, de los que dan frío, sí conserva unos cuantos. Recuerdos duros como él. Imágenes que, sobre todo de noche, le asaltan la memoria. Por ejemplo: rostros congelados, la tumba de 'Pitera' o la oreja rota del capitán 'Terry'. Y los muertos. «Muchos muertos. De los nuestros. Allí nadie se movía. De eso sí que me acuerdo: allí no se movía nadie». 

TÍTULO: LA MILI AFRICANA DE PABLO MOTOS,.
La mili africana de Pablo Motos

La mili africana de Pablo Motos.

 Pablo Motos-foto,. se pasó seis meses mirando la foto de la novia que tenía en la taquilla. El sorteo de la mili le había llevado hasta Ceuta y tardó ...

Pablo Motos se pasó seis meses mirando la foto de la novia que tenía en la taquilla. El sorteo de la mili le había llevado hasta Ceuta y tardó todo ese tiempo en conseguir el primer permiso para volver a casa. Cuando por fin llegó, su chica le dejó plantado, así que, de vuelta al cuartel, ya no volvió a tener prisas por regresar. Incluso se buscó un trabajito de pinchadiscos en una discoteca -Britanic- adonde acudía por las noches después de escaparse del acuartelamiento vestido «como el más loco de Locomía» para despistar y evitar que le dieran el alto. Quien sabe si ahí nació su vocación artística.
A Carlos Segarra, cantante y líder de Los Rebeldes, le pasó algo parecido, porque a él también le dieron calabazas mientras cumplía allí el servicio militar. Destinado en Regulares, el escuadrón aprovechó sus dotes musicales para enrolarlo en la banda de cornetas, gaitas y tambores. Él, por su parte, dedicó las melancólicas guardias a componer: en una de ellas nació 'Bajo la luz de la luna', que se convertiría en todo un himno en los ochenta.
Son dos de las anécdotas recogidas por el periodista de la Cadena Ser Antonio Martín (Ceuta, 1975) en su libro 'Ceuta Reportajes: historias en blanco y negro', en el que hace un repaso a la lista de famosos que cumplieron con la patria en su ciudad. Aunque lo de la mili suene a prehistoria, han pasado poco más de diez años desde que se abolió (concretamente, el 31 de diciembre de 2001). Hasta entonces, los jóvenes suspiraban aliviados cuando comprobaban en las listas que no les había tocado ni Ceuta ni Melilla, dos de las plazas más temidas. «La dureza del servicio militar dependía del cuerpo que tocara, de quién estuviera al frente... Es cierto que para muchos jóvenes suponía una ruptura en su vida, en sus estudios. Supongo que también era un destino difícil por la lejanía. Carlos Segarra me decía que cuántos padres darían ahora lo que fuera por que sus hijos supieran lo que era eso, aunque solo fueran tres meses», explica Martín.
«Como un descanso»
La lista de nombres conocidos es larga: el actor Imanol Arias, el humorista Josema Yuste, el escritor Juan Marsé y el portavoz del PNV en el Congreso, Josu Erkoreka, marcharon vestidos de caqui por el Norte de África. «Era muy habitual que a la gente de Bilbao nos tocara Cerro Muriano, Ceuta o Melilla, y me lo tomé como un descanso», recuerda el protagonista de la serie 'Cuéntame'. No fue el único en darse a la buena vida, como prueba el caso de José Manuel Ibar, 'Urtain'. El legendario boxeador, ya fallecido, «se limitó a comprar por la mañana el periódico al teniente coronel Zabala y llevarle por la tarde el orden del día», cuenta en el libro. Destinado en Caballería, el Morrosko de Cestona se había visto forzado a interrumpir su carrera sobre el ring.
Claro que no todos se tomaban de una forma tan deportiva ese trago. Ahí está el ejemplo de Iñaki Urdangarin, quien evitó cruzar el Estrecho alegando graves problemas de oído.
A pesar de que el Ejército advirtió en 1993 que su déficit auditivo no era un eximente completo, Urdangarin logró librarse, dos años más tarde, por «sordera completa». En cualquier caso, el supuesto mal, que se había ido agravando con el paso del tiempo, no le había impedido convertirse en una estrella del balonmano: pese a no poder oír las órdenes de su entrenador se las arregló para conquistar con el Barcelona, ese mismo año, la Copa de Europa y la Liga Asobal. «Hasta los sordomudos exageran», comentaba en su informe el médico que le examinó. En 1997, cuando la Casa Real anunció su compromiso con la infanta Cristina, alguien del Ministerio de Defensa se dio cuenta de que era raro que un recluta con prórrogas por ser deportista de élite resultara ser «inútil». Ya era tarde.
El libro de Martín -con prólogo de Carles Francino- reúne todas estas historias y muchas otras que tienen Ceuta como nexo. Son ochenta reportajes, algunos publicados previamente en su blog (ceutareportajes.blogspot.com), que permiten conocer mejor la ciudad y darse cuenta de que nunca fue un destino tan duro.
 

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