El último de Leningrado.
– Soy un viejo duro», dice Manuel Mendoza, dándose palmetazos en las rodillas. Manuel, la cara huesuda, la nariz ... El último de Leningrado ..
Soy un viejo duro», dice Manuel Mendoza, dándose palmetazos
en las rodillas. Manuel, la cara huesuda, la nariz afilada, una leve
sonrisa de satisfacción, habla en la salita de su casa, el bastón en un
lateral de la silla, la gorra en el otro, la tele encendida y muda. «Se
está muriendo todo el mundo», constata, con un punto de orgullo. Cabecea
otra vez y tuerce la boca en un gesto ambiguo, un gesto que significa
«es una pena», pero también «yo sigo aquí». Luego arranca una lista
infinita de nombres y motes, ancianos del pueblo, ya fallecidos y
termina con un «a mí no me gustan los entierros» que puede o no esconder
un sarcasmo.
Manuel, efectivamente, es un viejo duro. Su familia lleva
años peleándose con él. No quieren que suba solo la escalera torcida que
asciende al desván, una habitación pequeña y sombría llena de jaulas y
de pájaros que el anciano ha elegido como refugio. Pero él sube «a
echarle de comer a los jilgueros» con la misma obcecada indiferencia con
que, cada día, sale a andar por los alrededores de Puerto Serrano, en
la Sierra de Cádiz. «Lo más que hemos conseguido es que se coloque eso»,
dice Ana, su hija, señalando un chaleco reflectante, amarillo chillón,
que Manuel se calza en sus paseos. «Y de mala gana». Manuel la escucha
sin mirarla y le dedica, de reojo, una sonrisa burlona. «Duro y
cabezón», sentencia su hija. «cabezón como él solo».
A sus 94 años, Manuel tiene que serlo para seguir por aquí,
«dando guerra», con el único lastre de algunos achaques menores. «Me
falla la memoria», admite. «Y me duelen los huesos por el frío que pasé
en Rusia». Es difícil que al abuelo le rabie el esqueleto por sus
peripecias de juventud en los arrabales de Leningrado, muy difícil, pero
a Manuel nadie se atreve a llevarle la contraria. Nadie. Pronto verán
por qué.
La memoria rusa de Mendoza es un puzzle de piezas cojas,
desordenadas, que a veces encajan y otras veces no y que obligan a una
entrevista absurda, una entrevista «por fases», llena de lagunas y de
reiteraciones. Manuel se agota y pierde el hilo constantemente, se
empeña en un discurso circular y deslavazado por el que asoman, de vez
en cuando, detalles estremecedores. Manuel recuerda, por ejemplo, que
participó en el cerco de Leningrado (del que se cumplen ahora 70 años),
adscrito al Regimiento de artillería de la División Azul, bajo mando del
coronel Badillo. Pero no sabe si lo recuerda porque sí o porque alguien
se molestó en explicárselo después, le apuntaló los detalles que a él
ya se le escapaban, las banderas, las fechas, los frentes, las
posiciones de su batallón. Sabe que estuvo en la Blau División junto, al
menos, otros dos paisanos de su pueblo, uno de los cuales confirma la
historia con un mutis involuntario y lejano: el seco testimonio de su
nombre, esculpido en una de las lápidas del cementerio alemán de
Novgorod. 'Pitera', dice el anciano, refiriéndose a su compañero por el
mote. «Allí se cargaron a 'Pitera'».
Manuel explica, a su forma, que no todos en la División
eran falangistas o militares obsesionados con frenar en los Urales el
poder soviético. También había parias, muertos de hambre, conversos
enrolados para lavar su culpa, impostores dispuestos a cambiar de
trinchera y, sobre todo, tipos con mala suerte, tipos duros o cabezones
como Manuel que no supieron guardar las formas y acabaron rellenando los
llamados 'cupos sucios', muleros, 'mataliendres' o enterradores. «Yo
terminé en Rusia porque metí la pata dos veces», cuenta el abuelo.
A la cárcel o a la guerra
La primera. Pocos días después del levantamiento, Manuel,
un adolescente ajeno a la política por falta de voluntad y de cultura,
se dirige a Puerto Serrano desde el cortijo en el que guarda cerdos a
cambio de un jornal miserable. Una patrulla de falangistas de El Coronil
le da el alto y le pide el salvoconducto. Manuel («cabezón como él
solo») carece de documentación alguna, pero se empeña en continuar. La
patrulla le regala una paliza de muerte. Manuel no olvida la afrenta.
Año y medio después, ya reclutado a la fuerza por el bando nacional,
pide un servicio voluntario en El Coronil. En su primera noche en el
pueblo, se emborracha. En todos los bares pregunta por un cabo de
Falange al que está buscando «para devolverle un favor». La Guardia
Civil lo detiene y lo manda al calabozo por gritar amenazas de muerte.
La segunda. Manuel, con el historial sembrado de fugas e
insubordinaciones, ejerce de guarda en el Penal de El Puerto. Un
capitán, ('el capitán Terry') le afea que se dedique a despiojar a los
presos, algunos de los cuales eran conocidos de la Sierra. El capitán lo
llama vago y le ordena que saque brillo a las letrinas. Después, «para
asegurarse» de que los baños están limpios, pretende que Mendoza bese el
borde de un retrete. Manuel («cabezón como él solo») se niega. 'Terry'
intenta obligarlo por la fuerza, lo coge por el cuello, le dobla un
brazo y le baja la cabeza hasta el agua del váter, pero, en mitad de la
refriega, el soldado se revuelve y propina un mordisco al capitán. Le
arranca una oreja. Tras el Consejo de Guerra, un coronel,
extraoficialmente, le da dos opciones: o cumple diez años de cárcel o se
enrola voluntario para ir a Rusia. «Coño, pues me fui a Rusia», resume
Manuel. «Pensaba que aquello no podía ser peor que la cárcel», aclara.
«Pero no sé yo si me equivoqué».
Dice Mendoza que algunas noches todavía se acuerda del frío
que hacía en la estepa y le entra la tiritera. El frío es la única
constante de una narración incoherente, sembrada de inconcreciones y
saltos en el tiempo. Lógico: en el invierno del 42, la División sufrió
temperaturas de 40 grados bajo cero. Los españoles, de entrada, tenían
más bajas por congelación que por fuego de combate. «Hacía tanto frío
que yo me pasaba el día bebiendo aguardiente», reconoce el anciano,
sonrisa en ristre. «O metido entre las bestias». «Soldados rojos vi
pocos», admite. «Pero muertos. muertos sí que vi. Muchos muertos. De los
nuestros».
Cuando llegó al frente, el oficial responsable de asignar
las tareas no tardó en apreciar que Manuel tenía buena mano con los
animales. Le asignó una recua de yeguas y mulos que servía para variar
la posición de los cañones. «Con tanta nieve y tanto barro, eran más
fiables que los coches. Y se congelaban menos». Así que el recluta, en
retaguardia, pasaba frío, movía piezas de artillería, bebía aguardiente y
dormitaba entre las bestias, hasta que los rusos se cansaron de jugar
al gato y al ratón y, en pleno invierno, decidieron romper el frente.
Es posible que lo que Mendoza vivió de cerca fuera la
resaca del contraataque ruso de febrero del 43, una acción a la
desesperada que causó a los españoles 1.121 muertos, 1.035 heridos y 300
capturados en 24 horas. «Recuerdo el jaleo en la tropa, aunque nosotros
no estábamos en primera línea. Y los bombardeos que destrozaron el
frente y mataron a 'Pitera'». «Sí, lo recuerdo», insiste el anciano,
satisfecho consigo mismo, aunque es incapaz de aproximar una fecha.
También recuerda perfectamente la noche en que su oficial al mando lo
condenó a una pesadilla de por vida.
Durante todo el día, las bombas rusas habían hecho trizas
las posiciones españolas. «El oficial me ordenó que cogiera un carro en
cuanto se pusiera el sol, me acercara al frente y lo cargara de muertos,
con cuidado por si quedaba algún español vivo. No querían que fuéramos
en camión para no hacer ruido».
El carro de Manuel cruzó dos veces el trecho de nieve que
separaba el campamento del campo de batalla. De vez en cuando, las
bengalas rusas iluminaban el llano helado que bordeaba la periferia de
la ciudad, y entonces Manuel y su compañero se daban cuenta de la
magnitud del empeño: «Había cadáveres por todas partes, medio enterrados
en la nieve». Nada se movía. Nadie se quejaba. Nadie pedía ayuda. El
frío se había encargado de rematar a los heridos.
«Pareces un carnicero»
Manuel y su compañero descargaron en la morgue el último
carro de soldados muertos (después supo que milagrosamente alguno aún
respiraba) y terminaron el servicio al amanecer. Agotado, cubierto de
sangre y de barro, el anciano recuerda que se acercó a ver a su oficial.
«Le pedí un permiso largo porque había cogido un poquito de asco»,
dice. Ahora, cuando lo cuenta, no sonríe. En el argot de la trinchera,
«coger asco» significaba entrar en shock, en fase paranoica o depresiva.
«El oficial me miró de arriba abajo y me dijo: 'Ve a lavarte, Mendoza,
que pareces un carnicero'».
Manuel no guarda ningún recuerdo físico de aquellos días.
«¿Para qué?». Insinúa que se desprendió de todos (incluyendo un reloj de
pared que logró en el asalto a una mansión vacía y que se empeñó en
traer a España) tras la muerte de Franco, por pura precaución o por
miedo, porque por entonces seguía considerándose apolítico. De los
otros, de los que dan frío, sí conserva unos cuantos. Recuerdos duros
como él. Imágenes que, sobre todo de noche, le asaltan la memoria. Por
ejemplo: rostros congelados, la tumba de 'Pitera' o la oreja rota del
capitán 'Terry'. Y los muertos. «Muchos muertos. De los nuestros. Allí
nadie se movía. De eso sí que me acuerdo: allí no se movía nadie».
TÍTULO: LA MILI AFRICANA DE PABLO MOTOS,.
La mili africana de Pablo Motos.
Pablo Motos-foto,. se pasó seis meses mirando la foto de la novia que tenía en la taquilla. El sorteo de la mili le había llevado hasta Ceuta y tardó ...
Pablo Motos se pasó seis meses mirando la foto de la novia
que tenía en la taquilla. El sorteo de la mili le había llevado hasta
Ceuta y tardó todo ese tiempo en conseguir el primer permiso para volver
a casa. Cuando por fin llegó, su chica le dejó plantado, así que, de
vuelta al cuartel, ya no volvió a tener prisas por regresar. Incluso se
buscó un trabajito de pinchadiscos en una discoteca -Britanic- adonde
acudía por las noches después de escaparse del acuartelamiento vestido
«como el más loco de Locomía» para despistar y evitar que le dieran el
alto. Quien sabe si ahí nació su vocación artística.
A Carlos Segarra, cantante y líder de Los Rebeldes, le pasó
algo parecido, porque a él también le dieron calabazas mientras cumplía
allí el servicio militar. Destinado en Regulares, el escuadrón
aprovechó sus dotes musicales para enrolarlo en la banda de cornetas,
gaitas y tambores. Él, por su parte, dedicó las melancólicas guardias a
componer: en una de ellas nació 'Bajo la luz de la luna', que se
convertiría en todo un himno en los ochenta.
Son dos de las anécdotas recogidas por el periodista de la
Cadena Ser Antonio Martín (Ceuta, 1975) en su libro 'Ceuta Reportajes:
historias en blanco y negro', en el que hace un repaso a la lista de
famosos que cumplieron con la patria en su ciudad. Aunque lo de la mili
suene a prehistoria, han pasado poco más de diez años desde que se
abolió (concretamente, el 31 de diciembre de 2001). Hasta entonces, los
jóvenes suspiraban aliviados cuando comprobaban en las listas que no les
había tocado ni Ceuta ni Melilla, dos de las plazas más temidas. «La
dureza del servicio militar dependía del cuerpo que tocara, de quién
estuviera al frente... Es cierto que para muchos jóvenes suponía una
ruptura en su vida, en sus estudios. Supongo que también era un destino
difícil por la lejanía. Carlos Segarra me decía que cuántos padres
darían ahora lo que fuera por que sus hijos supieran lo que era eso,
aunque solo fueran tres meses», explica Martín.
«Como un descanso»
La lista de nombres conocidos es larga: el actor Imanol
Arias, el humorista Josema Yuste, el escritor Juan Marsé y el portavoz
del PNV en el Congreso, Josu Erkoreka, marcharon vestidos de caqui por
el Norte de África. «Era muy habitual que a la gente de Bilbao nos
tocara Cerro Muriano, Ceuta o Melilla, y me lo tomé como un descanso»,
recuerda el protagonista de la serie 'Cuéntame'. No fue el único en
darse a la buena vida, como prueba el caso de José Manuel Ibar,
'Urtain'. El legendario boxeador, ya fallecido, «se limitó a comprar por
la mañana el periódico al teniente coronel Zabala y llevarle por la
tarde el orden del día», cuenta en el libro. Destinado en Caballería, el
Morrosko de Cestona se había visto forzado a interrumpir su carrera
sobre el ring.
Claro que no todos se tomaban de una forma tan deportiva
ese trago. Ahí está el ejemplo de Iñaki Urdangarin, quien evitó cruzar
el Estrecho alegando graves problemas de oído.
A pesar de que el Ejército advirtió en 1993 que su déficit
auditivo no era un eximente completo, Urdangarin logró librarse, dos
años más tarde, por «sordera completa». En cualquier caso, el supuesto
mal, que se había ido agravando con el paso del tiempo, no le había
impedido convertirse en una estrella del balonmano: pese a no poder oír
las órdenes de su entrenador se las arregló para conquistar con el
Barcelona, ese mismo año, la Copa de Europa y la Liga Asobal. «Hasta los
sordomudos exageran», comentaba en su informe el médico que le examinó.
En 1997, cuando la Casa Real anunció su compromiso con la infanta
Cristina, alguien del Ministerio de Defensa se dio cuenta de que era
raro que un recluta con prórrogas por ser deportista de élite resultara
ser «inútil». Ya era tarde.
El libro de Martín -con prólogo de Carles Francino- reúne
todas estas historias y muchas otras que tienen Ceuta como nexo. Son
ochenta reportajes, algunos publicados previamente en su blog
(ceutareportajes.blogspot.com), que permiten conocer mejor la ciudad y
darse cuenta de que nunca fue un destino tan duro.
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