TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO
Aquella tarde con Thatcher,.
A lo largo de esta semana y parte de la anterior se
ha venido hablando largamente de un personaje capital en la Europa de
finales del siglo pasado, de singular trascendencia para su país y de
influencia claramente mundial en todos los ámbitos geopolíticos:
Margaret Thatcher-foto-. Los perfiles que se han dibujado tras su
fallecimiento recogen la personalidad y la obra de una mujer valiente,
sin complejos, que revitalizó un país en manifiesta decadencia como la
Gran Bretaña del final de los años setenta. Sus memorias, reeditadas
hace poco por Aguilar, son un catálogo de su tenacidad, además de un
paseo preciso y metódico por todo lo que le aconteció en Downing Street:
guerras, huelgas, bombas y traiciones incluidas. En la lectura siempre
apasionada de la vida de una mujer que llegó con la clara idea de
cambiar su país no falta incluso la falta de piedad que tuvo con unos y
otros, especialmente con los que le eran propios, a los que también
sacude.
Pero me permito añadir algo a lo ya descrito profusamente durante estos días. Quien esto firma trajo una tarde a Madrid a Margaret Thatcher con motivo de una entrevista en un programa de TVE que entonces dirigía y presentaba, de nombre Primero Izquierda. La negociación duró algunas semanas, ya no era primera ministra y su hijo se encargaba de sus cosas. Con él había que negociar y no era fácil, ya que se trataba de un muchacho un tanto impreciso. Pero se acordó una fecha y una hora. Y llegó. No puntualmente, pero llegó. El hecho de que se retrasara me impidió acudir a Jaén, como tenía previsto, a pronunciar el pregón de las fiestas de San Lucas de aquel año, cosa que mis amigos jaeneros me han recordado hasta hace poco y que casi le cuesta un infarto a mi inolvidable Lorenzo Molina, director entonces de la SER, la emisora en la que prestaba yo mis humildes servicios por aquel entonces. Thatcher, como digo, había dejado de ser primera ministra pocos meses atrás con motivo de la encerrona que le preparó su propio partido, aun bien de haber ganado tres mayorías absolutas consecutivas. Europa, en sí misma, no le sentaba bien, no era una idea que le gustara y su enfrentamiento con su propio Foreing Office empezó a despertar en sus compañeros tories un deseo de relevo. Lo demás es historia.
Thatcher llegó a TVE a eso de las cinco. La esperábamos a las dos. Fue recibida por dos miembros de la oficina de relaciones públicas internacionales de la casa y echó un vistazo al plató. Quiso departir con un servidor durante algunos minutos, pidió un té y me advirtió de entrada que habría cosas de las que no podría hablar, entre ellas de la renovación de la derecha española que se estaba produciendo por aquel tiempo. Evidentemente yo se lo pregunté en la entrevista, pero contestó que poco podía decir de un partido amigo, pero que, si le preguntaban, ella diría cuáles eran sus ideas sobre el gobierno de las cosas, fueran estas británicas o españolas. Y así desgranó su ideología durante unos minutos brillantes, sencillos y concisos que casi podría repetir palabra por palabra. El té previo se extendió algunos minutos más de la cuenta y sirvió, entre otras cosas, para saber que tenía buena impresión personal de Felipe González, aunque aseguraba no estar de acuerdo con él en más de la mitad de las cosas que compartían. No podía disimular ni quería la añoranza y el entusiasmo por el tiempo en el que coincidió con Ronald Reagan al frente de los Estados Unidos. «Fue una bendición del destino», dijo.
Recuerdo que traía tres trajes en función del color del decorado. Después de comprobar cómo era, eligió uno de color morado. Incluso eligió la espumilla del auricular de la traducción simultánea en función de su traje. Y mandó retirar todas las plantas y ornamentos de aquel plató que representaba mi propio apartamento: «Siempre acaban saliéndome ramas de las orejas o de la cabeza». Acabó la charla, interesante a mi entender, recogió sus cosas y se fue por donde había venido. Eso sí, cinco horas más tarde de lo previsto. Y a todo esto, el bueno del alcalde de Jaén José María de la Torre teniendo que leer mi pregón en el balcón del Ayuntamiento de Jaén. Cosa que espero me haya perdonado.
TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA EL VÓMITO,.
Pero me permito añadir algo a lo ya descrito profusamente durante estos días. Quien esto firma trajo una tarde a Madrid a Margaret Thatcher con motivo de una entrevista en un programa de TVE que entonces dirigía y presentaba, de nombre Primero Izquierda. La negociación duró algunas semanas, ya no era primera ministra y su hijo se encargaba de sus cosas. Con él había que negociar y no era fácil, ya que se trataba de un muchacho un tanto impreciso. Pero se acordó una fecha y una hora. Y llegó. No puntualmente, pero llegó. El hecho de que se retrasara me impidió acudir a Jaén, como tenía previsto, a pronunciar el pregón de las fiestas de San Lucas de aquel año, cosa que mis amigos jaeneros me han recordado hasta hace poco y que casi le cuesta un infarto a mi inolvidable Lorenzo Molina, director entonces de la SER, la emisora en la que prestaba yo mis humildes servicios por aquel entonces. Thatcher, como digo, había dejado de ser primera ministra pocos meses atrás con motivo de la encerrona que le preparó su propio partido, aun bien de haber ganado tres mayorías absolutas consecutivas. Europa, en sí misma, no le sentaba bien, no era una idea que le gustara y su enfrentamiento con su propio Foreing Office empezó a despertar en sus compañeros tories un deseo de relevo. Lo demás es historia.
Thatcher llegó a TVE a eso de las cinco. La esperábamos a las dos. Fue recibida por dos miembros de la oficina de relaciones públicas internacionales de la casa y echó un vistazo al plató. Quiso departir con un servidor durante algunos minutos, pidió un té y me advirtió de entrada que habría cosas de las que no podría hablar, entre ellas de la renovación de la derecha española que se estaba produciendo por aquel tiempo. Evidentemente yo se lo pregunté en la entrevista, pero contestó que poco podía decir de un partido amigo, pero que, si le preguntaban, ella diría cuáles eran sus ideas sobre el gobierno de las cosas, fueran estas británicas o españolas. Y así desgranó su ideología durante unos minutos brillantes, sencillos y concisos que casi podría repetir palabra por palabra. El té previo se extendió algunos minutos más de la cuenta y sirvió, entre otras cosas, para saber que tenía buena impresión personal de Felipe González, aunque aseguraba no estar de acuerdo con él en más de la mitad de las cosas que compartían. No podía disimular ni quería la añoranza y el entusiasmo por el tiempo en el que coincidió con Ronald Reagan al frente de los Estados Unidos. «Fue una bendición del destino», dijo.
Recuerdo que traía tres trajes en función del color del decorado. Después de comprobar cómo era, eligió uno de color morado. Incluso eligió la espumilla del auricular de la traducción simultánea en función de su traje. Y mandó retirar todas las plantas y ornamentos de aquel plató que representaba mi propio apartamento: «Siempre acaban saliéndome ramas de las orejas o de la cabeza». Acabó la charla, interesante a mi entender, recogió sus cosas y se fue por donde había venido. Eso sí, cinco horas más tarde de lo previsto. Y a todo esto, el bueno del alcalde de Jaén José María de la Torre teniendo que leer mi pregón en el balcón del Ayuntamiento de Jaén. Cosa que espero me haya perdonado.
TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA EL VÓMITO,.
Ecce Homo
En la jerga periodística, se llama 'serpiente de verano' a
la noticia absurda, grotesca o inverosímil que durante las vacaciones
estivales divulgan los medios de comunicación, ante la carestía de
noticias trascendentes. A veces, sin embargo, una 'serpiente de verano',
en su aparente intrascendencia o peregrina inverosimilitud, puede
decirnos más sobre nuestra época que mil tratados de antropología. Es lo
que ha ocurrido con la serpiente (pero serpiente pitón o anaconda, por
lo menos) de este verano, que sin disputa ha sido la 'restauración'
perpetrada por Cecilia Giménez, una anciana del pueblo de Borja, de una
pintura mural que representaba un Ecce Homo, en el santuario de la
Misericordia, sito en dicha localidad zaragozana. La 'restauración', de
un chapucerismo antológico, fue realizada sin embargo de buena fe por la
pintora aficionada; y, tras convertirse en un fenómeno mediático para
escarnio de su autora, ha desencadenado una suerte de culto idolátrico
friqui que, al parecer, empieza a rendir opíparos beneficios
comerciales.
En la fascinación turulata que la 'restauración' del Ecce Homo de Borja ha provocado descubrimos, en primer lugar, la pervivencia de cierto humor hispánico de cuño esperpéntico que halla un inconfesable deleite en carcajearse de las taras y defectos del prójimo. Este humor, que ha dado momentos de gloria a nuestra literatura (de Quevedo a Valle-Inclán) y, en general, a nuestro arte (el cine de Buñuel, por ejemplo), suele despeñarse sin embargo más frecuentemente por los andurriales de la chocarrería y la zafiedad. En el adefesio de Borja este humor ha hallado, sin embargo, un desaguadero óptimo; pues, aunque en último término se carcajea de una tara del prójimo (la insensata osadía de la 'restauradora', incapaz de apreciar su escasa destreza con los pinceles), logra pasar las aduanas de la corrección política, por no hacer burla directamente de tal tara, sino de sus obras. Cecilia Giménez se convierte así en una involuntaria émula de aquel pintor Orbaneja al que se refería Cervantes, «que cuando le preguntaban qué pintaba respondía: 'Lo que saliere'; y si por ventura pintaba un gallo escribía debajo: 'Este es gallo', porque no pensasen que era zorra».
A esta propensión esperpéntica típicamente española se suma aquí, en segundo lugar, el fenómeno universal del friquismo, que en la 'restauración' de Borja ha hallado un icono que puede lucir orgullosamente. El friquismo es algo así como la mueca risueña que el hombre contemporáneo adopta, una vez que el vómito del nihilismo lo ha dejado vacío y exhausto. Después de que la modernidad pusiera en duda el sentido del mundo, la posmodernidad nos enseñó que nada tiene sentido; y que el sinsentido, por lo tanto, era la única ley que podía regir el mundo; un sinsentido erigido en doctrina filosófica y en preceptiva artística. El friquismo adopta esta máxima posmoderna y la entroniza en los altares de un culto nuevo: el sinsentido se convierte así en objeto de adoración satisfecha, haciendo de los gustos más estrambóticos y desquiciados un signo de identidad y organizando en su derredor un universo complaciente y jovial (que, en el fondo, es una anestesia de la rabia y el enojo que nos provoca vivir en un mundo que ha extraviado el sentido). Si la posmodernidad proclamó con entusiasmo que el arte debía dejar de buscar el bien, la verdad y la belleza, para convertirse en un aspaviento o expresión caótica de irracionalidad, encumbrando a categoría estética la iconoclasia al estilo de Duchamp, ¿por qué el friquismo, que es el recuelo o resaca última de la posmodernidad, no va a encumbrar el adefesio de Borja?Por último, y como corolario de lo anterior, no creo que sea baladí que la pintura 'restaurada' de Borja sea de asunto religioso. Si a Cecilia Giménez le hubiese dado por 'restaurar' un cuadro de Picasso o Tàpies, sospecho que los medios de comunicación no habrían celebrado su osadía con tanto alborozo. La pintura religiosa, durante siglos, fue expresión, más o menos sublime, de un mundo que 'tenía sentido'; y también de un arte que buscaba el bien, la verdad y la belleza. De un modo tal vez inconsciente, en la 'restauración' de Borja nuestra época celebra la profanación de tales aspiraciones, que han llegado a resultarle odiosas. Porque siempre se odia aquello que no se puede alcanzar: aunque ese odio adquiera expresiones jocosas; aunque se utilice a una pobre anciana, émula de Orbaneja, para darle carta de naturaleza.
En la fascinación turulata que la 'restauración' del Ecce Homo de Borja ha provocado descubrimos, en primer lugar, la pervivencia de cierto humor hispánico de cuño esperpéntico que halla un inconfesable deleite en carcajearse de las taras y defectos del prójimo. Este humor, que ha dado momentos de gloria a nuestra literatura (de Quevedo a Valle-Inclán) y, en general, a nuestro arte (el cine de Buñuel, por ejemplo), suele despeñarse sin embargo más frecuentemente por los andurriales de la chocarrería y la zafiedad. En el adefesio de Borja este humor ha hallado, sin embargo, un desaguadero óptimo; pues, aunque en último término se carcajea de una tara del prójimo (la insensata osadía de la 'restauradora', incapaz de apreciar su escasa destreza con los pinceles), logra pasar las aduanas de la corrección política, por no hacer burla directamente de tal tara, sino de sus obras. Cecilia Giménez se convierte así en una involuntaria émula de aquel pintor Orbaneja al que se refería Cervantes, «que cuando le preguntaban qué pintaba respondía: 'Lo que saliere'; y si por ventura pintaba un gallo escribía debajo: 'Este es gallo', porque no pensasen que era zorra».
A esta propensión esperpéntica típicamente española se suma aquí, en segundo lugar, el fenómeno universal del friquismo, que en la 'restauración' de Borja ha hallado un icono que puede lucir orgullosamente. El friquismo es algo así como la mueca risueña que el hombre contemporáneo adopta, una vez que el vómito del nihilismo lo ha dejado vacío y exhausto. Después de que la modernidad pusiera en duda el sentido del mundo, la posmodernidad nos enseñó que nada tiene sentido; y que el sinsentido, por lo tanto, era la única ley que podía regir el mundo; un sinsentido erigido en doctrina filosófica y en preceptiva artística. El friquismo adopta esta máxima posmoderna y la entroniza en los altares de un culto nuevo: el sinsentido se convierte así en objeto de adoración satisfecha, haciendo de los gustos más estrambóticos y desquiciados un signo de identidad y organizando en su derredor un universo complaciente y jovial (que, en el fondo, es una anestesia de la rabia y el enojo que nos provoca vivir en un mundo que ha extraviado el sentido). Si la posmodernidad proclamó con entusiasmo que el arte debía dejar de buscar el bien, la verdad y la belleza, para convertirse en un aspaviento o expresión caótica de irracionalidad, encumbrando a categoría estética la iconoclasia al estilo de Duchamp, ¿por qué el friquismo, que es el recuelo o resaca última de la posmodernidad, no va a encumbrar el adefesio de Borja?Por último, y como corolario de lo anterior, no creo que sea baladí que la pintura 'restaurada' de Borja sea de asunto religioso. Si a Cecilia Giménez le hubiese dado por 'restaurar' un cuadro de Picasso o Tàpies, sospecho que los medios de comunicación no habrían celebrado su osadía con tanto alborozo. La pintura religiosa, durante siglos, fue expresión, más o menos sublime, de un mundo que 'tenía sentido'; y también de un arte que buscaba el bien, la verdad y la belleza. De un modo tal vez inconsciente, en la 'restauración' de Borja nuestra época celebra la profanación de tales aspiraciones, que han llegado a resultarle odiosas. Porque siempre se odia aquello que no se puede alcanzar: aunque ese odio adquiera expresiones jocosas; aunque se utilice a una pobre anciana, émula de Orbaneja, para darle carta de naturaleza.
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