El varón que tiene corazón de lis,
alma de querube, lengua celestial,
el
mínimo y dulce Francisco de Asís,
está con un rudo y torvo animal,
bestia temerosa, de sangre y de robo,
las fauces de furia, los ojos de
mal:
el lobo de Gubbia, el terrible lobo,
rabioso, ha asolado los
alrededores;
cruel ha deshecho todos los rebaños;
devoró corderos,
devoró pastores,
y son incontables sus muertes y daños.
Fuertes
cazadores armados de hierros
fueron destrozados. Los duros colmillos
dieron cuenta de los más bravos perros,
como de cabritos y de
corderillos.
Francisco salió:
al lobo buscó
en su madriguera.
Cerca de la cueva encontró a la fiera
enorme, que al verle se lanzó
feroz
contra él. Francisco, con su dulce voz,
alzando la mano,
al
lobo furioso dijo: ?¡Paz, hermano
lobo! El animal
contempló al varón de
tosco sayal;
dejó su aire arisco,
cerró las abiertas fauces agresivas,
y dijo: ?¡Está bien, hermano Francisco!
¡Cómo! ?exclamó el santo?. ¿Es
ley que tú vivas
de horror y de muerte?
¿La sangre que vierte
tu
hocico diabólico, el duelo y espanto
que esparces, el llanto
de los
campesinos, el grito, el dolor
de tanta criatura de Nuestro Señor,
no
han de contener tu encono infernal?
¿Vienes del infierno?
¿Te ha
infundido acaso su rencor eterno
Luzbel o Belial?
Y el gran lobo,
humilde: ?¡Es duro el invierno,
y es horrible el hambre! En el bosque helado
no hallé qué comer; y busqué el ganado,
y en veces comí ganado y pastor.
¿La sangre? Yo vi más de un cazador
sobre su caballo, llevando el azor
al puño; o correr tras el jabalí,
el oso o el ciervo; y a más de uno vi
mancharse de sangre, herir, torturar,
de las roncas trompas al sordo
clamor,
a los animales de Nuestro Señor.
Y no era por hambre, que iban a
cazar.
Francisco responde: ?En el hombre existe
mala levadura.
Cuando nace viene con pecado. Es triste.
Mas el alma simple de la bestia
es pura.
Tú vas a tener
desde hoy qué comer.
Dejarás en paz
rebaños y gente en este país.
¡Que Dios melifique tu ser montaraz!
?Está bien, hermano Francisco de Asís.
?Ante el Señor, que todo ata y
desata,
en fe de promesa tiéndeme la pata.
El lobo tendió la pata al
hermano
de Asís, que a su vez le alargó la mano.
Fueron a la aldea. La
gente veía
y lo que miraba casi no creía.
Tras el religioso iba el lobo
fiero,
y, baja la testa, quieto le seguía
como un can de casa, o como un
cordero.
Francisco llamó la gente a la plaza
y allí predicó.
Y
dijo: ?He aquí una amable caza.
El hermano lobo se viene conmigo;
me
juró no ser ya vuestro enemigo,
y no repetir su ataque sangriento.
Vosotros, en cambio, daréis su alimento
a la pobre bestia de Dios. ?¡Así
sea!,
contestó la gente toda de la aldea.
Y luego, en señal
de
contentamiento,
movió testa y cola el buen animal,
y entró con Francisco
de Asís al convento,.
TÍTULO: Columpio
Siempre estuvo ahí.
Desde que la conciencia me legó recuerdos, el árbol del parque sostenía de una de sus ramas las cuerdas que, junto con una simple tabla de madera, formaban ese instrumento de juegos y diversión que todos ansiábamos.
En las tardes de niñez salíamos corriendo de casa, bocadillo en mano y chaqueta a medio poner, con la esperanza de que estuviese vacío para ser los primeros en montar en él, y creer que podíamos casi volar, subiendo y bajando, cada vez más rápido.
La luna, a menudo enorme, grandiosa, como queriendo simular más cercana, parecía mecerse acompañándonos, y soñábamos con poder alcanzarla cuando, tras el último impulso, subíamos a lo más alto.
Pero, juguetona, siempre se nos escapaba.
Incontables golpes contra el pedregoso suelo, moratones, algún que otro lloro, que inevitablemente significaban dejar de lado el columpio por un tiempo. Quizá un rato. O un día. Dos como mucho.
Pues tras cada caída, levantarse era ineludible. Volver a montar, por mucho que escociesen las heridas, irresistible. Pasarlo bien en nuestro pequeño mundo, imprescindible.
Un atardecer de invierno, frío y quejumbroso, de calles vacías y esquinas sombrías, presagiaba un parque desierto.
Un viento venido de lejos movía las ramas de los árboles del camino que, allá en lo alto, bailaban al son de una melodía inaudible.
Y con ellas, a lo lejos, el columpio se mecía al mismo ritmo, pero distinto compás.
Sobre él, una sombra se columpiaba mientras cantaba en voz baja una canción de cuna, alegre en sus recuerdos, triste y melancólica en su tono.
Aguzando el oído, el viento trajo la voz de una muchacha, murmullos que fueron palabras.
Y con el fondo de un cielo estrellado en penumbra, una luna más llena de lo habitual se dejaba rozar por sus pies, mientras el velo de oscuridad se balanceaba ayudado por cada soplo de aire.
Cuando, todavía en el camino al parque, el chasquido de una rama rota cayendo distrajo mi atención, al volver a dirigir la mirada al columpio, éste se mecía vacío, cada vez más lento, con las únicas sombras de la apremiante noche acompañándolo.
Apenas pasó un instante para, confuso, regresar corriendo a casa. Y esa noche soñé, mientras los susurros de una nana, venidos de lejos, muy lejos, chocaban con los cristales de la ventana. Y soñé. Soñé con una mirada, con una voz apagada, de palabras cercanas.
Al día siguiente el viento cesó.
El parque se llenó con los de siempre, pero lo encontraba falto, de algo, de alguien. Y al siguiente, y al otro. Poco después, mis padres me dijeron que nos mudábamos.
Aquello sí que fueron lágrimas.
El día en que el viento volvió, lo hizo solo. Se entretuvo un tiempo meciendo fantasías de un niño, que nunca fueron.
Puede que aquella sombra que un atardecer vi, sola, no fuese otra cosa que la niñez, sabedora del cercano fin, despidiéndose del lugar, de los momentos. Disfrutando de lo que no retorna.
Aun así, en ocasiones, parece que al menor soplo de aire fresco sigue balanceándose, columpiando en sus recuerdos un vacío repleto de nostalgias, una nada prendada de añoranzas, una ausencia colmada de fragancias, de pérdida y olvido.
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