martes, 27 de agosto de 2013

EL BLOC DEL CARTERO, VIRTUDES PRESUMIDAS./ LA CARTA DE LA SEMANA, UNA HISTORIA DE ESPAÑA ( VIII).


TÍTULO; EL BLOC DEL CARTERO, VIRTUDES PRESUMIDAS.
 
Durante siglos, la práctica de las virtudes estuvo sanamente regida por una regla de discreción. Y era esta práctica pudorosa, callada, sin alharacas ni estrépitos, de las virtudes privadas lo que permitía que luego resplandeciesen las virtudes públicas, que al fin y a la postre se alimentan siempre con la abnegación secreta de muchos virtuosos de incógnito que, siéndolo, logran contagiar el clima de su época. Es imposible hallar, a lo largo de la historia, una tradición religiosa o moral que no condene el exhibicionismo impúdico de las virtudes. En la tradición cristiana, tal condena adquiere formulaciones muy precisas y tajantes en el Sermón de la Montaña: «Estad atentos a no hacer vuestra justicia delante de los hombres para que os vean»; «Cuando des limosna, no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha»; «Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en pie en las sinagogas y en los ángulos de las plazas para ser vistos de los hombres», etcétera, etcétera. Podría decirse que toda la predicación de Jesús es un combate sin tregua contra la ostentación de las virtudes (que, cuando se ostentan, dejan de ser tales) y contra aquellos que han hecho de su ostentación un modus vivendi (recuérdese su vitriólica filípica contra los fariseos).
Pero, como digo, la condena de lo que podríamos llamar 'virtudes presumidas' está en todas las tradiciones religiosas y morales, por la sencilla razón de que no puede haber vida auténticamente moral cuando en nuestras buenas obras hay 'representación', mucho menos cuando hay búsqueda de recompensa mundana. Pero, misteriosamente, tal ostentación de virtudes se ha convertido en nuestra época en moneda de uso corriente; y, lo más estremecedor de todo, es que tal ostentación no es condenada ni tachada de farisaica, sino por el contrario encumbrada y aplaudida, prueba inequívoca de que vivimos en una época muy encarnizadamente inmoral. Así, por ejemplo, es habitual que los 'famosos' realicen lo que antaño llamaríamos 'obras de misericordia' (y hoy 'acciones solidarias'), como por ejemplo visitar a los enfermos de un hospital, después de haber avisado a los medios de comunicación de su presencia en aquel lugar. También es frecuente que sepamos que tal o cual celebridad ha hecho tal o cual donación a tal o cual institución benéfica; y hasta es probable que lleguemos a conocer el monto de tal donación, que por supuesto resultará exorbitante a los ojos de la gente llana, pero ínfimo comparado con el patrimonio que maneja la celebridad de marras. En una sociedad sana, tal ostentación de virtudes provocaría el inmediato desprestigio de tales personajillos infectos; pero, en una sociedad depravada como la nuestra, tales comportamientos son presentados como 'ejemplares', de tal modo que llegan a convertirse en conductas 'programadas' en la agenda de ídolos de masas y gobernantes. Por supuesto, la 'ejemplaridad' de tales exhibiciones de virtud impostada es igualmente falsorra; y aunque, por instinto 'imitativo', provoquen en cierta gente prácticas muy epidérmicamente solidarias, terminan ejerciendo un efecto nefasto sobre la moralidad de las sociedades, que de este modo conciben la práctica de las virtudes de un modo cínicamente aspaventero, puramente 'gestual'.
En medio de esta apoteosis de 'virtudes presumidas', ninguna tan nauseabunda como la afectación de humildad. Tal vez no haya virtud tan hermosa como la humildad; puede decirse, incluso, que la humildad es manantial del que manan el resto de las virtudes, pues el primer rasgo de la persona virtuosa es rehuir la alabanza y echar a barato el aplauso del mundo. Pero esto vale para la humildad sincera; la afectación de humildad, como bien advirtiera Galdós, es «máscara de un desmedido orgullo». La humildad siempre se halla en difícil equilibrio sobre una cuerda floja que cruza la honda sima donde todo fariseísmo anida; y, desde el momento en que se exhibe y pavonea, ya podemos decir sin temor a equivocarnos que se ha convertido en fariseísmo. La exhibición de humildad es, en realidad, expresión retorcida de una soberbia oculta que, sabiendo bien que su aspecto es repulsivo, tiende a ocultar su rostro y disfrazarse para presentarse, muy taimadamente travestida, de humildad franciscana.
Por supuesto, también la humildad afectada, reina de todas las virtudes presumidas, ha sido encumbrada en nuestra época. Basta que cualquier gerifalte se desempeñe con llaneza estomagante y adopte gestos de sencillez aspaventera para que provoque el arrobo de nuestros contemporáneos; a mí, tales exhibiciones de humildad solo me provocan -antiguo que es uno- la náusea.

TÍTULO. LA CARTA DE LA SEMANA, UNA HISTORIA DE ESPAÑA ( VIII).

 Al principio de la España musulmana, los reinos cristianos del norte sólo fueron una nota a pie de página de la historia de Al Andalus. Las cosas notables ocurrían en tierra de moros, mientras que la cristiandad bastante tenía con sobrevivir, más mal que bien, en las escarpadas montañas asturianas. Todo ese camelo del espíritu de reconquista, el fuego sagrado de la nación hispana, la herencia visigodo-romana y demás parafernalia vino luego, cuando los reinos norteños crecieron, y sus reyes y pelotillas cortesanos tuvieron que justificar e inventarse una tradición y hasta una ideología. Pero la realidad era más prosaica. Los cristianos que no tragaban con los muslimes, más bien pocos, se echaron al monte y aguantaron como pudieron, a la española, analfabetos y valientes en plan Curro Jiménez de la época, puteando desde los riscos inaccesibles a los moros del llano. Don Pelayo, por ejemplo, fue seguramente uno de esos bandoleros irreductibles, que en un sitio llamado Covadonga pasó a cuchillo a algún destacamento moro despistado que se metió donde no debía, le colocó hábilmente el mérito a la Virgen y eso lo hizo famoso. Así fue creciendo su vitola y su territorio, imitado por otros jefes dispuestos a no confraternizar con la morisma. El mismo Pelayo, que era asturiano, un tal Íñigo Arista, que era navarro, y otros animales por el estilo -los suplementos culturales de los diarios no debían de mirarlos mucho, pero manejaban la espada, la maza y el hacha con una eficacia letal- crearon así el embrión de lo que luego fueron reinos serios con más peso y protocolo, y familias que se convirtieron en monarquías hereditarias. Prueba de que al principio la cosa reconquistadora y las palabras nación y patria no estaban claras todavía, es que durante siglos fueron frecuentes las alianzas y toqueteos entre cristianos y musulmanes, con matrimonios mixtos y enjuagues de conveniencia, hasta el extremo de que muchos reyes y emires de uno y otro bando tuvieron madres musulmanas o cristianas; no esclavas, sino concertadas en matrimonio a cambio de alianzas y ventajas territoriales. Y al final, como entre la raza gitana, muchos de ellos acabaron llamándose primo, con lo que mucha degollina de esa época quedó casi en familia. Esos primeros tiempos de los reinos cristianos del norte, más que una guerra de recuperación de territorio propiamente dicha fueron de incursiones mutuas en tierra enemiga, cabalgadas y aceifas de verano en busca de botín, ganado y esclavos -una algara de los moros llegó a saquear Pamplona, reventando, supongo, los Sanfermines ese año-. Todo esto fue creando una zona intermedia peligrosa, despoblada, que se extendía hasta el valle del Duero, en la que se produjo un fenómeno curioso, muy parecido a las películas de pioneros norteamericanos en el Oeste: familias de colonos cristianos pobres que, echándole huevos al asunto, se instalaban allí para poblar aquello por su cuenta, defendiéndose de los moros y a veces hasta de los mismos cristianos, y que acababan uniéndose entre sí para protegerse mejor, con sus granjas fortificadas, monasterios y tal; y que, a su heroica, brutal y desesperada manera, empezaron la reconquista sin imaginar que estaban reconquistando nada. En esa frontera dura y peligrosa surgieron también bandas de guerreros cristianos y musulmanes que, entre salteadores y mercenarios, se ponían a sueldo del mejor postor, sin distinción de religión; con lo que se llegó al caso de mesnadas moras que se lo curraban para reyes cristianos y mesnadas cristianas al servicio de moros. Fue una época larga, apasionante, sangrienta y cruel, de la que si fuéramos gringos tendríamos maravillosas películas épicas hechas por John Ford; pero que, siendo españoles como somos, acabó podrida de tópicos baratos y posteriores glorias católico-imperiales. Aunque eso no le quite su interés ni su mérito. También por ese tiempo el emperador Carlomagno, que era francés, quiso quedarse con un trozo suculento de la península; pero guerrilleros navarros -imagínenselos- le dieron las suyas y las de un bombero en Roncesvalles a la retaguardia del ejército gabacho, picándola como una hamburguesa, y Carlomagno tuvo que conformarse con el vasallaje de la actual Cataluña, conocida como Marca Hispánica. También, por aquel entonces, desde La Rioja empezó a extenderse una lengua magnífica que hoy hablan 450 millones de personas en todo el mundo. Y que ese lugar, cuna del castellano, no esté hoy en Castilla, es sólo uno de los muchos absurdos disparates que la peculiar historia de España iba a depararnos en el futuro.




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