Hace unas semanas, en el programa de televisión que dirijo, Lágrimas en la lluvia, uno de los invitados, Francisco Gómez Camacho, S. J.,
Granos de trigo
Hace unas semanas, en el programa de televisión que dirijo, Lágrimas en la
lluvia, uno de los invitados, Francisco Gómez Camacho, S. J., profesor
de historia del pensamiento económico, para tratar de explicar qué es eso del
capitalismo financiero, recurrió a un símil, rescatado de la Teoría general de
Keynes, que me pareció sumamente instructivo. Imaginemos a un
agricultor que, tras sembrar su predio con granos de trigo, entra a casa y
descubre en el barómetro que las circunstancias atmosféricas no son las idóneas
para que los granos germinen. Vuelve entonces este agricultor a su predio y
desentierra los granos de trigo; al rato, o al día siguiente, comprueba, tras
consultar otra vez el barómetro, que las condiciones son óptimas y corre a
sembrar de nuevo su predio; sin embargo, tales condiciones cambian drásticamente
a las pocas horas, lo que lo empuja a desenterrar de nuevo las semillas...
Inevitablemente, tal agricultor jamás llegará a recoger una cosecha. Sin
embargo, solo quien así actúa puede llegar a cosechar frutos en la economía
financiera.
El símil me pareció extraordinariamente didáctico; y, a medida que lo medito, le extraigo nuevas enseñanzas. En primer lugar, salta a la vista que el funcionamiento de la 'economía real' nada tiene que ver con el de la 'economía financiera': en efecto, si un agricultor se comportase igual que un inversor en bolsa, su tierra jamás daría fruto; por el contrario, ese mismo comportamiento, que en el agricultor calificaríamos de voltario y zascandil, al inversor en bolsa podría rendirle pingües beneficios. Lo que, inevitablemente, nos lleva a pensar que la economía real y la economía financiera tienen funcionamientos por completo distintos: el agricultor (o el fabricante de tornillos, o el dueño de una tienda) tiene que anticipar las circunstancias cambiantes, pero apechugar con ellas, arbitrando remedios que mitiguen sus consecuencias adversas; el inversor, por el contrario, a la vez que anticipa tales circunstancias trata de soslayarlas y de desprenderse de su inversión, para evitar las consecuencias adversas. Y si los funcionamientos de la economía real y la economía financiera son por completo distintos hemos de concluir que nos hallamos ante actividades de naturaleza también distinta, incluso antípoda: mientras el agricultor (o el fabricante de tornillos, o el dueño de una tienda) liga su destino al de la actividad que desarrolla, entablando con ella una relación vital de entrega y dependencia a través del trabajo, el inversor se desliga de las actividades a las que su inversión se refiere, en las que solo se implica mientras resulten rentables. Y puede darse el caso de que el inversor se enriquezca mientras el agricultor se empobrece; incluso de que el empobrecimiento del agricultor se corresponda exactamente con el enriquecimiento del inversor, que podría haberse anticipado mediante el uso de los 'barómetros' que emplea la economía financiera al colapso del sector agrícola cuando las circunstancias todavía parecían favorables.
El símil rescatado por el profesor Gómez Camacho nos descubre, a la postre, que la economía financiera no solo se rige por reglas por completo distintas de las que rigen la economía real, sino que también puede nutrirse con el descalabro de la economía real; o que, incluso, puede necesitar tal descalabro para seguir nutriéndose (como comprobamos hoy, cuando todos los recortes y reformas que imponen los mercados financieros se logran a costa de la economía real). Y es que la economía financiera se funda en la 'espiritualización' del dinero; es decir, en la obtención de un dinero desligado de los bienes y servicios que, en origen, el dinero representa. Tal 'espiritualización' del dinero se logra eliminando un componente primordial de la ecuación económica, que es el trabajo: si el agricultor del símil no se dedica a sembrar y exhumar y volver a sembrar los granos de trigo en su predio es porque hacerlo lo dejaría exhausto; y en su trabajo, más o menos capaz de hacer frente a las circunstancias adversas, se cifra a la postre el éxito de su actividad. En la economía financiera, en cambio, el inversor puede jugar con sus inversiones, sembrándolas y exhumándolas y volviéndolas a sembrar, porque no le cuesta trabajo.
Esta eliminación del factor del trabajo, que en la economía real es causa eficiente y primaria, es lo que a la postre define la economía financiera; y lo que explica que la economía financiera, aunque se ponga el disfraz filantrópico, conspire contra el trabajo. Porque está en la naturaleza de las cosas sentir aversión hacia todo aquello que no está en su naturaleza,.
TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO LUGARES DONDE LEÍ,.
Ordeno mi biblioteca. Y abriendo libros al azar encuentro huellas olvidadas, recuerdos de momentos y lugares donde fueron leídos por última ...
El símil me pareció extraordinariamente didáctico; y, a medida que lo medito, le extraigo nuevas enseñanzas. En primer lugar, salta a la vista que el funcionamiento de la 'economía real' nada tiene que ver con el de la 'economía financiera': en efecto, si un agricultor se comportase igual que un inversor en bolsa, su tierra jamás daría fruto; por el contrario, ese mismo comportamiento, que en el agricultor calificaríamos de voltario y zascandil, al inversor en bolsa podría rendirle pingües beneficios. Lo que, inevitablemente, nos lleva a pensar que la economía real y la economía financiera tienen funcionamientos por completo distintos: el agricultor (o el fabricante de tornillos, o el dueño de una tienda) tiene que anticipar las circunstancias cambiantes, pero apechugar con ellas, arbitrando remedios que mitiguen sus consecuencias adversas; el inversor, por el contrario, a la vez que anticipa tales circunstancias trata de soslayarlas y de desprenderse de su inversión, para evitar las consecuencias adversas. Y si los funcionamientos de la economía real y la economía financiera son por completo distintos hemos de concluir que nos hallamos ante actividades de naturaleza también distinta, incluso antípoda: mientras el agricultor (o el fabricante de tornillos, o el dueño de una tienda) liga su destino al de la actividad que desarrolla, entablando con ella una relación vital de entrega y dependencia a través del trabajo, el inversor se desliga de las actividades a las que su inversión se refiere, en las que solo se implica mientras resulten rentables. Y puede darse el caso de que el inversor se enriquezca mientras el agricultor se empobrece; incluso de que el empobrecimiento del agricultor se corresponda exactamente con el enriquecimiento del inversor, que podría haberse anticipado mediante el uso de los 'barómetros' que emplea la economía financiera al colapso del sector agrícola cuando las circunstancias todavía parecían favorables.
El símil rescatado por el profesor Gómez Camacho nos descubre, a la postre, que la economía financiera no solo se rige por reglas por completo distintas de las que rigen la economía real, sino que también puede nutrirse con el descalabro de la economía real; o que, incluso, puede necesitar tal descalabro para seguir nutriéndose (como comprobamos hoy, cuando todos los recortes y reformas que imponen los mercados financieros se logran a costa de la economía real). Y es que la economía financiera se funda en la 'espiritualización' del dinero; es decir, en la obtención de un dinero desligado de los bienes y servicios que, en origen, el dinero representa. Tal 'espiritualización' del dinero se logra eliminando un componente primordial de la ecuación económica, que es el trabajo: si el agricultor del símil no se dedica a sembrar y exhumar y volver a sembrar los granos de trigo en su predio es porque hacerlo lo dejaría exhausto; y en su trabajo, más o menos capaz de hacer frente a las circunstancias adversas, se cifra a la postre el éxito de su actividad. En la economía financiera, en cambio, el inversor puede jugar con sus inversiones, sembrándolas y exhumándolas y volviéndolas a sembrar, porque no le cuesta trabajo.
Esta eliminación del factor del trabajo, que en la economía real es causa eficiente y primaria, es lo que a la postre define la economía financiera; y lo que explica que la economía financiera, aunque se ponga el disfraz filantrópico, conspire contra el trabajo. Porque está en la naturaleza de las cosas sentir aversión hacia todo aquello que no está en su naturaleza,.
TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO LUGARES DONDE LEÍ,.
Ordeno mi biblioteca. Y abriendo libros al azar encuentro huellas olvidadas, recuerdos de momentos y lugares donde fueron leídos por última ...
Ordeno mi biblioteca. Y abriendo libros al azar encuentro
huellas olvidadas, recuerdos de momentos y lugares donde fueron leídos por
última vez. Escribí alguna vez que atribuyo a los libros un carácter particular;
una vida propia que espero sobreviva a la mía y continúe en otras manos,
enriqueciendo y consolando a quienes los posean en el futuro. Si no ocurre así,
y mi biblioteca, como tantas otras cosas que he visto desaparecer, está
condenada a las ratas, el agua, el fuego y la destrucción, tampoco pasa nada:
nadie podrá arrebatarme lo ya leído. En cualquier caso, debido a mi certeza de
que toda posesión es temporal, y también por la melancolía que me suscita
encontrar en libros que llegan a mis manos huellas de vidas anteriores, procuro
que los míos estén desprovistos de detalles que puedan identificarme en el
futuro. No quiero que nadie compadezca los restos de mi naufragio en un
tenderete de rastro o en una librería de viejo. Así que, en cada revisión para
ordenarlos o limpiarlos, aprovecho para borrar la huella que a veces, por
descuido, dejé en ellos.
Esta vez también ocurre: tarjetas de embarque de líneas aéreas, postales con notas al dorso, acreditaciones de prensa. Casi todo fue utilizado a modo de señal de lectura: medio teletipo con una crónica de 1976 sobre el Líbano -Beirut, de nuestro enviado especial A.P.-R.-, un recibo de taxi de Buenos Aires con fecha de 1982, una factura de restaurante de Damasco... De la mayor parte olvidé su oportunidad y sentido. Otros me permiten recordar muy bien el momento en que los puse ahí: la lectura de ese libro, el lugar, las circunstancias. También encuentro otra clase de huellas: marcas antiguas deliberadas o involuntarias, subrayados, notas que a veces nada tienen que ver con la materia del libro -esas hojas blancas de respeto al principio y al final, tan útiles cuando no había papel a mano-, huellas de suciedad, quemaduras o ceniza de cigarrillos, manchas de lluvia o agua salada, café, aceite de latas de sardinas, tierra rojiza de África, mosquitos aplastados, restos de arena de una playa o un desierto. Incluso posibles dramas olvidados. Hasta en la página de título de uno de ellos -Memorias de La Rochefoucauld-, impresa con deliberada nitidez, hay una huella dactilar de color pardo, que supongo será mía. Una huella de sangre de la que nada recuerdo; ni siquiera si es propia o ajena.
Y es que un libro no es sólo un libro. Es también, entre otras cosas, los lugares donde lo leíste, el consuelo que te dio en cada momento, la diversión, la compañía. Hojeándolos mientras ordeno los estantes, compruebo que muchos de esos lugares y momentos los olvidé; pero otros siguen claros en mi cabeza: salpicaduras de agua de mar en varios volúmenes de la serie náutica de Patrick OBrian, incluida una que emborrona levemente la tinta de la dedicatoria autógrafa del autor; el tomo II de las obras completas de Thomas Mann, que durante veintiún años viajó en mi mochila y fue leído tanto junto a mesillas de noche de hoteles de lujo como a la luz de una vela o una linterna en lugares olvidados de la mano de Dios; las Vidas paralelas de Plutarco en un solo volumen que conserva entre sus páginas tierra y suciedad de hace treinta y cinco años, en Eritrea; la edición compacta y viajera de Moby Dick, de la que una vez alcé los ojos para ver, resoplando muy cerca, ballenas azules al sur del cabo de Hornos; El amante sin domicilio fijo, que leí sentado en la punta de la Aduana de Venecia, cuando allí aún no iba nadie, antes de que fastidiaran el lugar con la estúpida escultura del niño y la rana; la Eneida que cada noche me consolaba, a modo de analgésico, en una habitación sin cristales del hotel Holiday Inn de Sarajevo; el Quijote anotado a lápiz que me acompañó cuando recorría La Mancha por pueblos y ventas, pisando la huella de sus personajes; el Lord Jim que fue mi única compañía durante un ataque de malaria que estuvo a punto de despacharme al otro barrio, mientras temblaba tirado como un perro en un hotelucho infecto de Nairobi; el Stendhal de La Pleiade que estaba en mi mochila cuando entré con los guerrilleros en el búnker de Somoza, en Managua; la biografía de Hemingway y Scott Fitzgerald leída en el hotel Hornet Dorset Primavera de Puerto Rico, ante una playa sobre la que planeaban los pelícanos mientras las mujeres más hermosas del mundo se recortaban saliendo del agua en el contraluz rojizo del atardecer... Sitios amueblados por la biblioteca que ahora me rodea; libros que, con sus marcas y cicatrices propias, tallaron las mías. Soy lo que viví, naturalmente. Pero también lo que leí, y dónde lo leí. Sin esa geografía de páginas vinculadas a lugares y recuerdos, nada de cuanto veo al mirar atrás tendría sentido.
Esta vez también ocurre: tarjetas de embarque de líneas aéreas, postales con notas al dorso, acreditaciones de prensa. Casi todo fue utilizado a modo de señal de lectura: medio teletipo con una crónica de 1976 sobre el Líbano -Beirut, de nuestro enviado especial A.P.-R.-, un recibo de taxi de Buenos Aires con fecha de 1982, una factura de restaurante de Damasco... De la mayor parte olvidé su oportunidad y sentido. Otros me permiten recordar muy bien el momento en que los puse ahí: la lectura de ese libro, el lugar, las circunstancias. También encuentro otra clase de huellas: marcas antiguas deliberadas o involuntarias, subrayados, notas que a veces nada tienen que ver con la materia del libro -esas hojas blancas de respeto al principio y al final, tan útiles cuando no había papel a mano-, huellas de suciedad, quemaduras o ceniza de cigarrillos, manchas de lluvia o agua salada, café, aceite de latas de sardinas, tierra rojiza de África, mosquitos aplastados, restos de arena de una playa o un desierto. Incluso posibles dramas olvidados. Hasta en la página de título de uno de ellos -Memorias de La Rochefoucauld-, impresa con deliberada nitidez, hay una huella dactilar de color pardo, que supongo será mía. Una huella de sangre de la que nada recuerdo; ni siquiera si es propia o ajena.
Y es que un libro no es sólo un libro. Es también, entre otras cosas, los lugares donde lo leíste, el consuelo que te dio en cada momento, la diversión, la compañía. Hojeándolos mientras ordeno los estantes, compruebo que muchos de esos lugares y momentos los olvidé; pero otros siguen claros en mi cabeza: salpicaduras de agua de mar en varios volúmenes de la serie náutica de Patrick OBrian, incluida una que emborrona levemente la tinta de la dedicatoria autógrafa del autor; el tomo II de las obras completas de Thomas Mann, que durante veintiún años viajó en mi mochila y fue leído tanto junto a mesillas de noche de hoteles de lujo como a la luz de una vela o una linterna en lugares olvidados de la mano de Dios; las Vidas paralelas de Plutarco en un solo volumen que conserva entre sus páginas tierra y suciedad de hace treinta y cinco años, en Eritrea; la edición compacta y viajera de Moby Dick, de la que una vez alcé los ojos para ver, resoplando muy cerca, ballenas azules al sur del cabo de Hornos; El amante sin domicilio fijo, que leí sentado en la punta de la Aduana de Venecia, cuando allí aún no iba nadie, antes de que fastidiaran el lugar con la estúpida escultura del niño y la rana; la Eneida que cada noche me consolaba, a modo de analgésico, en una habitación sin cristales del hotel Holiday Inn de Sarajevo; el Quijote anotado a lápiz que me acompañó cuando recorría La Mancha por pueblos y ventas, pisando la huella de sus personajes; el Lord Jim que fue mi única compañía durante un ataque de malaria que estuvo a punto de despacharme al otro barrio, mientras temblaba tirado como un perro en un hotelucho infecto de Nairobi; el Stendhal de La Pleiade que estaba en mi mochila cuando entré con los guerrilleros en el búnker de Somoza, en Managua; la biografía de Hemingway y Scott Fitzgerald leída en el hotel Hornet Dorset Primavera de Puerto Rico, ante una playa sobre la que planeaban los pelícanos mientras las mujeres más hermosas del mundo se recortaban saliendo del agua en el contraluz rojizo del atardecer... Sitios amueblados por la biblioteca que ahora me rodea; libros que, con sus marcas y cicatrices propias, tallaron las mías. Soy lo que viví, naturalmente. Pero también lo que leí, y dónde lo leí. Sin esa geografía de páginas vinculadas a lugares y recuerdos, nada de cuanto veo al mirar atrás tendría sentido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario