domingo, 3 de marzo de 2013

EL BLOC DEL CARTERO SABIOS,./ LA CARTA DE LA SEMANA EL MISTERIO DEL CASTILLO MONTEALEGRE,.

TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO SABIOS,.



Nuestra época no favorece el florecimiento de los auténticos sabios; y hasta me atrevería a decir que, en cuanto detecta a uno, corre a acallarlo. Cuando se enumeran los males que afligen y corrompen nuestra época nunca se menciona esta postergación que sufren los sabios; pero para mí que es una de las causas más evidentes de tales males, que a la vez que priva a la sociedad de un bien presente la esteriliza para bienes futuros. Allá donde no llueve, el desierto avanza; y allá donde la sabiduría no encuentra las vías naturales del magisterio, la gente acaba idiotizándose. Pero ¿qué es un sabio? No es, desde luego, un erudito, ni una persona que ha hecho un acopio ingente de conocimientos; tampoco un 'experto' o dominador de una ciencia o técnica concreta. Leonardo Castellani probaba esta definición del sabio que me parece acertadísima: «Es el capaz de enseñar una ciencia; o bien todas las ciencias armadas en sabiduría. Es el capaz de enseñar, el que posee una disciplina en habitus vital, el que la abarca entera y perfecta dentro de sí o, mejor dicho, ambula él adentro de su orbe. Son gente rara. Ven todo el mundo a través de su ciencia, la hallan en todas partes, se hallan con ella, y están haciendo allí continuos descubrimientos, en luna de miel o noviazgo perpetuo».
El sabio, en efecto, vive dentro de su ciencia, como el niño gestante vive dentro de la placenta que le brinda sustento; pero, paradójicamente, su visión del mundo es abarcadora. En esto se distingue del mero erudito, para quien sus conocimientos acaban convirtiéndose en una cárcel esterilizadora; el sabio, por el contrario, viviendo dentro de su ciencia, puede mirar el mundo con vista de águila, y allá donde posa la mirada su ciencia se torna fecunda e iluminadora. El sabio puede adentrarse en territorios que no son los suyos (a diferencia del erudito y del 'experto') y colonizarlos de inmediato e incorporarlos a su orbe; y puede, además, brindarlos, enseñarlos a los demás, de tal modo que provoca en quienes lo leen o escuchan un movimiento de adhesión gozosa. El verdadero sabio, a través de sus enseñanzas, no solo nos invita a pensar, sino que nutre de esqueleto y musculatura nuestro pensamiento; no solo estimula nuestra inteligencia, sino que la abraza, la sustenta, la vigoriza, la dota de un andamiaje robusto y, a la vez, la impulsa hacia nuevas pesquisas, por caminos nunca antes transitados. El sabio, en fin, tiene la capacidad de elevarnos desde el plano de las contingencias al plano de los principios o primeras causas, de manera que lo que hasta entonces se nos había antojado un batiburrillo contradictorio cobra una forma inteligible. De ahí que el sabio sea concienzudamente ninguneado, perseguido, aniquilado por los poderes establecidos, a quienes no interesa que existan personas que, viviendo en luna de miel o noviazgo perpetuo con el conocimiento, logren transmitirlo a quienes los leen o escuchan; y puesto que tales personas todavía ¡milagrosamente! existen, conviene a los poderes establecidos que su magisterio se marchite.
Durante los dos últimos años y pico, como director del programa televisivo Lágrimas en la lluvia, he tenido ocasión de conocer a unos pocos sabios. Son, en efecto, gente rara (en el doble sentido de 'escasa' y de 'preciosa'), y no porque sus hábitos sean estrafalarios o su temperamento áspero (pues, por mucho que el mundo los tache de 'intratables', suelen ser personas entrañables), sino porque dicen cosas que ya nadie dice, cosas que parecen 'marcianas', en medio de las simplezas que nos han repetido machaconamente mil veces y que hemos llegado a hacer nuestras como papagayos. Me admira en ellos su insobornabilidad: podrían haber empleado su inteligencia en halagar al mundo, y a cambio el mundo los habría obsequiado con honores y aplausos; podrían haberse amoldado a las formas de pensamiento inerte, mansurrón y eunuquizado que triunfan en nuestro tiempo, y habrían sido encumbrados a las más altas magistraturas, o entronizados como 'referentes morales' (¡vade retro!); pero han preferido ser fieles a la ciencia con la que viven en noviazgo perpetuo, y el mundo se lo ha hecho pagar con creces. Puedo comulgar mayormente con lo que dicen (como me ocurre con Miguel Ayuso, tal vez la persona más sabia que haya conocido en mi vida), o discrepar (como a veces me ocurre con Antonio García-Trevijano), pero en su proximidad las costuras de mi espíritu se ensanchan; y aunque su sabiduría ¡ay! no se me pegue, puedo disfrutar siquiera por unos minutos de su visión de águila, e imaginar un mundo en el que los sabios no hubiesen sido condenados al ostracismo.

TÍTULO:  LA CARTA DE LA SEMANA EL MISTERIO DEL CASTILLO MONTEALEGRE ,.

Hace un año les contaba a ustedes en esta página -El marino que lloraba- un recuerdo infantil, de cuando mi tío Antonio Pérez-Reverte, capitán de la marina mercante, se reunía en mi casa con otros dos capitanes amigos, Salvador Pérez García y Ginés Sáez, íntimos los tres desde que eran alumnos de Náutica. Contaba en el artículo que Salvador había sobrevivido al torpedeamiento de su barco durante la Segunda Guerra Mundial; y que su relato me impresionaba al escucharlo de niño, por la amargura con que refería la suerte de varios compañeros desaparecidos en el mar: un grupo a bordo de una balsa que dificultaba la navegación del bote salvavidas donde iba el resto de náufragos, y que se perdió de noche, después de que alguien cortara el cabo y dejase la balsa a la deriva. Eso es lo que conté en mi artículo, y poco más; pues nunca hasta entonces supe otra cosa: ni dónde fueron torpedeados, ni cuándo, ni por quién. Hasta desconocía el nombre del barco, o lo olvidé tras escucharlo siendo niño. Fue la tragedia de aquellos hombres abandonados y la desolación de Salvador al recordar -a veces veía lágrimas en sus ojos- lo que retuve toda mi vida. Con eso escribí la página, sin ir más allá. Un recuerdo infantil del mar y sus tragedias. Eso era todo.
Sin embargo, se produjo un efecto curioso. Mi tío Antonio, Salvador y Ginés habían muerto cuando publiqué el artículo; pero mi memoria del suceso, breve y vago recuerdo infantil, era compartida por otros. Lo supe después, cuando varios lectores -compañeros de Salvador, hijos y amigos de supervivientes- me hicieron llegar informaciones complementarias y detalles del naufragio, incluido el informe oficial de la compañía Trasmediterránea sobre la pérdida del buque. Gracias a ellos puedo hoy completar aquel impreciso recuerdo mío, reconstruyendo la historia completa; el drama que hacía llorar a Salvador cuando, con un cigarrillo en la boca y un vaso de whisky en la mano, recordaba la tragedia de un barco cuyo nombre conozco ahora: el Castillo Montealegre.
Desplazaba 3.792 toneladas y era de bandera española. El 8 de abril de 1943 navegaba bajo el mando del capitán don Francisco Zamora, con 47 tripulantes y cargamento de madera de Guinea Ecuatorial, cuando a mediodía fue avistado por el submarino alemán U-123. Aunque el barco llevaba la bandera española pintada en los costados como los reglamentos marítimos estipulaban para buques de países neutrales, el comandante Horst von Schroeter ordenó disparar tres torpedos que hundieron el Castillo Montealegre en menos de un minuto. Cinco hombres desaparecieron con el barco y el resto pudo salvarse gracias a un bote que flotó milagrosamente y a los restos dispersos en el mar. El comandante alemán se limitó a emerger -los supervivientes lo describieron con barba rubia y gorra de capitán, asomado a la torreta-, preguntó «What ship?» y, pese a confirmar que había echado a pique a un neutral, volvió a sumergirse sin prestar ningún socorro a los náufragos.
El bote que había quedado a flote estaba maltrecho; y mientras algunos supervivientes lo calafateaban con trozos de ropa, taponaban agujeros y achicaban agua, otros, incluidos cinco heridos, se agruparon sobre una balsa hecha con restos del naufragio. Quedaron, al fin, veintinueve hombres en el bote y trece en la balsa; pero al ir una y otro unidos por un cabo, y estar el bote averiado, la mala mar y los tirones de la balsa amenazaban con hundirlos a todos. Hubo discusiones. Y de noche, la balsa se soltó -Salvador decía que alguien cortó el cabo al amparo de la oscuridad-. Los veintinueve del bote fueron rescatados dos días más tarde por la corbeta inglesa HMS Inkpen. De los que quedaron en la balsa, nunca se supo: la noche se los tragó para siempre, y pasaron a formar parte de la extensa relación de misterios que el mar guarda en sus entrañas. El torpedeamiento de un neutral no perjudicó la carrera del comandante Von Schroeter, que más tarde recibiría la cruz de caballero, sobrevivió a la guerra y llegó a ser almirante de las fuerzas navales de la OTAN. En cuanto a los supervivientes del Castillo Montealegre, las buenas relaciones entre el gobierno de Franco y la Alemania nazi pusieron sordina al asunto: se les ordenó cerrar la boca. En los informes oficiales, el incidente de la balsa a la deriva se resolvió como acuerdo voluntario entre los náufragos para arreglárselas cada uno por su cuenta; pero los gritos de «¡No nos dejéis aquí!» que a Salvador arrancaban lágrimas al recordarlos alejándose en la oscuridad, ponen las cosas en su sitio: hombres y mar, supervivencia, vida o muerte. Tragedias viejas como el mundo. Historias como ésta que hoy, al fin, puedo completar para ustedes.

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