Cuando
la señora Fidela se descuidaba, el pequeño Mariano entraba a
hurtadillas en la cocina y cogía un puñadito de azúcar para derretirlo ...
Cuando la señora Fidela se descuidaba, el pequeño Mariano
entraba a hurtadillas en la cocina y cogía un puñadito de azúcar para
derretirlo en la chapa, pero eran siete hermanos a repartir... «Así que
un día cogí los trofeos de cobre que mi padre había ganado corriendo y
que tenía tirados por el pajar y los vendí al chatarrero para comprar
caramelos». Su padre no le castigó, pero se empeñó en que los
restituyera por su cuenta.
Y Mariano Haro (Valladolid, 1940) cumplió. Campeón de
España 27 veces, dos de Europa, cuarto en las Olimpiadas de Munich 72 y
sexto en Montreal 76... Un atleta irrepetible que corrió en sus veinte
años de profesional 180.000 kilómetros. Un 31 de marzo como hoy, hace 40
años, le sacaron por la televisión. Eran los tiempos de la cadena única
y se emitía por primera vez 'Informe Semanal', el programa decano de
Europa en su género. El reportaje se grabó en Becerril de Campos
(Palencia), el pueblo de Mariano, al que su familia se había mudado
cuando él tenía 6 meses. Emiliano Santander, el médico del pueblo, se
rendía en TVE ante la «fortaleza a prueba de bombas y digna de encomio»
de su paisano, un hombre «enjuto y seco, típico de Castilla», al que un
periodista palentino apodó 'el león de Becerril' por «la garra».
Cuenta Mariano -en mayo va a cumplir 73 años-, que no sabe
cuándo empezó a andar. «Yo siempre iba al trote». Se entrenó
persiguiendo conejos por el campo y su primer récord fueron 15
kilómetros detrás del tren que iba a Palencia. «Mi hermana era pequeña y
como no pagaba la llevaban en el tren, pero yo tenía que abonar el
billete, así que fui corriendo. A la vuelta un señor me trajo en el
carro». Otro día lo mandaron a Fuentes de Nava (22 kilómetros) para
avisar de un fallecimiento, y una tarde de calor a Castromocho, donde su
padre «estaba haciendo el verano, recolectando trigo y cebada para un
señor».
Él también ayudó a sacar remolacha y a vendimiar. «Estudié
hasta los 12 años; me acuerdo que el maestro, don Julio, me regaló un
libro por haber ido a la escuela dos meses seguidos. Porque la mitad de
los días mi madre me dejaba en la puerta del colegio, pero no entraba y
me iba a correr detrás de las perdices». O a jugar a las tabas, a los
cartones o al 'marro'. Del campo no se podía escaquear, porque todas las
manos eran pocas y a Mariano le tocó portear muchos cestos de uva, «de
12 ó 14 kilos».
Con 15 años ya tenía edad para ganar un jornal y se colocó
en La Azucarera y luego de albañil en Monzón de Campos, un pueblo a 14
kilómetros. «Iba corriendo, con la bicicleta en la mano, porque me
levantaba a las cuatro de la mañana y era la única manera de entrar en
calor». Veintiocho kilómetros diarios y 17 pesetas que aportar a la
justita economía familiar.
Con el gobernador civil
Mariano padre, que «entre el 32 y el 36 fue el mejor atleta
de Valladolid», empezó a ilusionarse con el chaval y en 1959 le animó a
participar en el campeonato provincial. «Fue un 19 de marzo. Nos
dijeron que nos darían de comer, así que me apunté. Allí estaban todos
los atletas de Palencia, con unos chándal de bonitos...». Él calzaba
zapatillas planas con bordes de goma y un pantalón que su madre le había
hecho con una camisa vieja. «Había que correr 4 kilómetros y a los 500
metros vi que iba solo. Le saqué 150 metros al segundo y al día
siguiente me sacaron con foto en el 'Diario Palentino' junto al
gobernador civil».
Aquel triunfo modesto fue el pistoletazo de salida de una
carrera que duró casi veinte años, durante los que desgastó unas cuantas
suelas de aquellas zapatillas 'Mates' «que hacía un señor de
Barcelona», porque aunque fue el mejor fondista europeo de los años 70,
Adidas y Puma «jamás te daban nada. Había que ser internacional para que
te regalaran unas zapatillas, y nada sofisticadas, claro». No tuvo
patrocinadores y siempre vistió la camiseta del Club Educación y
Descanso de Palencia, una institución provincial. «Y el Ayuntamiento de
Palencia no me ha puesto ni una placa en una esquinita. Estoy un poco
mosqueado, no me parece de justicia».
Tampoco que se desfondara corriendo 30 kilómetros para
ganar una lavadora o una nevera, que eran los premios que daban entonces
a los atletas. «¿Y cómo me llevaba aquello a casa? Lo vendía a los
jueces o a los propios organizadores de la carrera y a sus familiares.
Si un frigorífico valía entonces 15.000 pesetas lo daba por 10.000 y
listo». Casi mejor los dos pavos que ganaron su hermano Pepe -en junior-
y él -en senior- unas Navidades o el reloj Longines de oro que daban en
el cross de San Sebastián. «¡Qué pasada!».
A partir de 1965 ya empezaron a pagarle por correr, «entre
35.000 y 60.000 pesetas, que estaba muy bien porque un piso costaba
entonces 200.000». Mariano Haro, que durante 17 años compatibilizó las
carreras con un trabajo de ordenanza en Sindicatos por el que cobraba
12.000 al mes, había entrado ya en el club de las leyendas de la época y
compartía gloria con Federico Martín Bahamontes, Manolo Santana, Ángel
Nieto... y José María Íñigo, que era el rey de la tele. «Me hizo unas
cuantas entrevistas y hace dos años coincidí con él. Los dos hemos
engordado».
La fama del 'león de Becerril' llegó incluso a oídos de los
nórdicos, que aman el atletismo como nosotros el fútbol. «Iba a
Finlandia a correr y allí se llenaban los estadios, había por lo menos
60.000 personas». Compartió circuito siete veces con Lasse Virén, que
ganó el oro en Munich, donde Haro se quedó a las puertas de la medalla
de bronce. «Me sorprendió, porque yo siempre le ganaba y luego se supo
que se hacía transfusiones de sangre. No se puede competir con
tramposos. Mira Lance Armstrong, que juraba que no se había dopado y se
cargó a una periodista estadounidense. Y si Eufemiano Fuentes hablara...
¡Salían más de cuarenta nombres de atletas!».
A finales de los 70 colgó las zapatillas, montó un negocio
de ropa de deporte y se puso a entrenar a nuevas promesas... como el
Príncipe Felipe, entonces un chaval de 15 años «muy educado y
disciplinado», al que le sobraba empeño pero le faltaba fondo. «Un día
corrió un cross de tres kilómetros y medio y acabó desguazado. Se le
daba mejor la distancia corta y el salto de longitud». De su alumno más
ilustre guarda Mariano un recuerdo especial -la Casa Real le manda cada
año una felicitación navideña- y una foto enorme en el salón. 'Para
Mariano, recordando con cariño aquellos días en los que pretendía
seguirle a la carrera', le dedicó el heredero.
2.000 millones de pesetas
Pero Mariano, que estaba lejos de tocar techo, acabó siendo
alcalde de su pueblo durante 24 años. «Vinieron los de la UCD, pero me
presenté como independiente». Sacó 5 concejales de 9 y llegó a tener 7
con el CDS en 1993, cuando sucedió un episodio que le puso un poco en
entredicho. Disparó una escopeta de perdigones en un bar e hirió a un
vecino. «Yo venía de coger ratones y solo quería parar los pies a uno
que tenía acojonado al pueblo. Pero me sacó una navaja. Luego hemos sido
amigos, y me ha traído pollos y huevos. Ahora está en la cárcel».
La última legislatura (hasta 2003) fue con el PP, pero
acabó mal con el partido. Les sigue votando porque «las siglas no tienen
la culpa, es como el que no va a misa pero cree en Dios». Jamás cobró
un duro como alcalde -«cuando llegué al Ayuntamiento había dos millones
de pesetas a repartir entre el alcalde y los concejales y lo donamos a
una residencia»-, así que le hablan de corrupción y se enciende: «Fui
diputado provincial y si cobraba 100 me quitaban 15 para el partido. ¿Y
resulta que luego otros que ganan más se lo reparten? Me da vergüenza».
- ¿Un político que admire?
- Adolfo Suárez tuvo que tragar sapos y culebras. Fue valiente, qué cojones. Solo por eso y por ser de Ávila ya me cae bien.
- ¿Y en el deporte?
- Nadal es un tío sencillo y noble y Casillas es majete, de pueblo.
- Si hubiera nacido más tarde...
- Si yo hubiera competido en los 80 y en los 90 habría ganado entre 1.500 y 2.000 millones de pesetas.
Mariano ya no corre porque tiene las piernas «cascadas» y
se entretiene pescando barbos y cangrejos o cogiendo caracoles, «que
aquí son buenos, de cáscara dura». También camina 14 ó 15 kilómetros al
día. Los que hacía de chaval con la bici en la mano.
Todo
el que haya visitado el Cementerio de Arlington, en Virginia (EE UU),
conoce bien la sensación de paz y orden que se experimenta al ...
Todo el que haya visitado el Cementerio de Arlington, en
Virginia (EE UU), conoce bien la sensación de paz y orden que se
experimenta al caminar entre esas hileras de lápidas blancas, todas
iguales, todas limpias y perfectas. Suaves colinas, hierba bien segada.
Aquí reposan los restos de 300.000 militares estadounidenses caídos en
diferentes conflictos bélicos, desde la Guerra de Secesión (1861-1865)
hasta las de Afganistán (que comenzó en 2001) y la de Irak (2003-2011).
Con tanta armonía, hasta el horror de imaginar jóvenes cadáveres
destrozados por las bombas o ultrajados por el adversario se desdibuja
para crear un cuadro más naíf.
Diez años han pasado desde que se inició esta última
contienda, el 20 de marzo, cuando una coalición internacional liderada
por Estados Unidos decidió invadir este país con el objetivo de derrocar
a Sadam Hussein y acabar con las armas de destrucción masiva que
intimidaban al mundo. Finalmente se descubrió que esa amenaza nunca
había existido, pero era demasiado tarde ya para los cerca de 4.500
estadounidenses que están enterrados junto a los caídos en Afganistán,
en la Sección 60 de este inmenso camposanto. Del otro bando, quién sabe
cuántos... Algunas fuentes hablan de 150.000 personas -otras de muchos
más-; de ellos 66.000 civiles, según Wikileaks. Y quién sabe dónde y
cómo acabarían sus cuerpos. Después de aquello, en Irak no es fácil
encontrar tanta tranquilidad como entre estas tumbas inmaculadas.
En Arlington, las familias saben dónde pueden ir a rezar a
sus muertos. A veces, pequeños objetos rompen la uniformidad, fotos que
ponen cara a los nombres cincelados en el mármol: hombres con uniforme
de camuflaje sosteniendo a bebés, abrazando sonrientes a sus chicas el
día de la boda... Cajitas que alguna vez contuvieron 'snus' mentolado,
ese tabaco sueco en bolsitas que se coloca bajo el labio superior para
saborearlo durante horas, a la espera quizá de un objetivo que derribar.
Figuritas de Scooby Doo y soldados imperiales de 'Star wars', dibujos
infantiles, casquillos de bala, chapas de identificación, cristales de
colores, latas de cerveza, conchas y cantos rodados decorados a base de
mariposas con barras y estrellas, corazones (algunos rotos) o palabras
como héroe. Frases que aquí sí son lapidarias, como «La libertad no es
gratis», pero también otras más sencillas, como «Te quiero, papá».
Pintalabios en el mármol
El camposanto se creó en los terrenos de la casa del
general sureño Robert E. Lee, que puede visitarse y se mantiene tal y
como era, salvo que las estancias de los esclavos son ahora los
retretes. Cuando hace buen tiempo, las madres, padres, hermanos, novios,
hijos... se tumban junto a las lápidas de sus seres amados, como
Lesleigh Coyer, de 25 años y procedente de Michigan. Se acurruca en
posición fetal frente a la de su hermano Ryan, que combatió en Irak y
Afganistán, donde murió hace un año, a los 26, por complicaciones
derivadas de una herida. Luego se arrodillan junto a ella el padre y la
madre, y lloran juntos.
Algunas tumbas tienen el blanco roto por marcas de
pintalabios, restos de besos que debían haber ido a parar a otro destino
más cálido, pero que acabaron estampados en el frío mármol. Celeste
Mills ha viajado desde El Paso, Texas, para arrodillarse ante la tumba
de su hijo pequeño, Joshua, que murió en Afganistán. Recoloca las
piedras y cruces y reza. Cerca está el famoso monumento al Soldado
Desconocido, dedicado a los militares cuyos restos no pudieron ser
identificados. En la guerra, muchos iraquíes fueron amontonados con
prisa en fosas comunes para evitar los estragos del calor y la
propagación de epidemias. Un paisaje que nada tiene que ver con la
pulcritud de Arlington.
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