Estes martes por la tarde, en uno de los ritos más
curiosos de la historia humana que aún sobreviven, 115 hombres, en su
mayoría ancianos y de varias razas, se encerrarán en una de las obras
maestras del arte de todos los tiempos, un estímulo espiritual nada desdeñable,
para elegir al guía de 1.100 millones de personas. Será la decisión más
importante de su vida, probablemente la única con capacidad de influir en el
curso de la historia y en la que pesa la grave responsabilidad de dirigir el
rumbo de la Iglesia católica, un pequeño golpe de timón que se perpetúa
periódicamente desde hace dos mil años a través de los papas, algunos buenos y
otros malos. En la edad contemporánea todos los pontífices han sido de
gran altura y personalidad, algo sorprendente ante la mediocridad
habitual de los cardenales que los eligieron, pero es en esta crucial elección
que hoy comienza en donde la Iglesia debe superarse de nuevo a sí misma en la
excelencia y la intuición del futuro. Uno de los 115 debe ser especial.
En algunos momentos, además, la Iglesia debe tiene que saber
leer los tiempos para un cambio de ciclo histórico. Cerrar una era y abrir otra,
que reajuste a la Iglesia en un mundo que se mueve. Este puede ser uno de esos
momentos. Con Benedicto XVI termina en realidad, 35 años después, el largo
pontificado de Juan Pablo II. Ratzinger era su 'ideólogo' doctrinal, su mejor
hombre, y su mandato ha sido un epílogo con correcciones, pero ha dejado todo
más o menos como estaba, y con los mismos problemas o peores. La batalla
del nuevo cónclave está entre la continuidad con un Papa de corte similar o el
cambio con la apertura de una nueva fase. Benedicto XVI, con su
histórica renuncia y un último gesto hacia el futuro, ha dado pie ya en la forma
a una ruptura. Puede ser visible de golpe a través de un Papa evidentemente
distinto. Por ejemplo, de un país no europeo o de una raza que no sea la blanca.
Sería una señal clara, y por eso se plantea por primera vez con posibilidades.
PAÍSES CON MÁS CATÓLICOS
El mundo visto desde
Roma no se parece al real. Los tres países con más católicos del mundo son
Brasil (126 millones), México (96) y Filipinas (75), empatado con Estados
Unidos, donde un tercio de los creyentes son hispanos. Entre los primeros diez
también está la República Democrática del Congo, con 31 millones. Pero en el
Vaticano es como si se siguiera razonando con la lista de 1910, a saber:
Francia, primer país con 40 millones, seguida de Italia (35), Brasil (21) y
Alemania (16). Que los cardenales italianos sigan siendo con mucho los más
numerosos (28) no es más que otro anacronismo. Para Ratzinger el objetivo
prioritario seguía siendo Occidente y los creyentes perdidos de la vieja Europa.
Tal vez sea la hora de situar a la Iglesia en la realidad actual de la fe. La
opción de un Papa estadounidense suena con fuerza -Dolan, O'Malley, Wuerl-, por
el dinamismo de sus candidatos y su naturalidad, que rompe los esquemas
anticuados de Roma, aunque en doctrina sean perfectamente ortodoxos. Seguro que
en la Casa Blanca no haría mucha gracia, pues la Iglesia de este país supone una
dura oposición al aborto y otras políticas de Obama.
El reto es
encontrar el estilo y la fórmula para revitalizar la Iglesia, hacerla creíble, y
afrontar el desafío de siempre desde el siglo I: anunciar lo que para
la fe católica es la buena nueva, el Evangelio, para afianzar en la fe a los
creyentes y tratar de convertir, o convencer, a los demás. Para ello en este
momento parece contar, más que el aspecto intelectual, el impacto humano y la
empatía instántanea de un Papa que contagie la fe y la dimensión espiritual, que
transmita energía después de un pontífice que lo deja por falta de fuerzas.
Sería alguien bondadoso como Juan XXIII, o con una sonrisa como Juan Pablo I, o
con la ilusión de novedad y la perspectiva de grandes cambios que aportó Juan
Pablo II. Los papables estadounidenses son en este sentido los que más huella
han dejado. Un pastor, en definitiva, la palabra que más se oye estos días en el
Vaticano, lo que equivale a alguien a quien confiar la Iglesia, con dotes para
gobernarla y querido por los fieles. Que se sepa rodear de un equipo de buenos
colaboradores y con agilidad para dirigirlos.
Es cierto que los aspectos
polémicos que han destacado estos días requieren soluciones: el modo de afrontar
el escándalo de la pederastia en el clero, las filtraciones de 'Vatileaks' y los
asuntos sucios que aún esconde el informe de 300 páginas entregado a Benedicto
XVI, el desgobierno de la Curia y los problemas de funcionamiento de la
maquinaria eclesiástica. Revelan sin duda una mentalidad dominante pero, por
decirlo de forma brusca, son cuestiones prácticas que, queriendo, se pueden
resolver en una mañana: se cortan cabezas, se toman decisiones enérgicas y se
emprenden reformas. Basta poco para dar la señal de cambio. Por ejemplo si el
secretario de Estado, Tarcisio Bertone, dura más de tres meses, malo.
Normalmente el 'número dos' se confirma y luego se pone otro al cabo de un año o
dos, pero su gestión ha creado tales divisiones que debería pasarse página
rápido. El IOR, el banco vaticano, es otro emblema de lo más turbio de la Curia
y sus conexiones italianas que reclama un cambio de imagen.
ACONSEJABLE QUE SEA JOVEN
Para los cardenales
también son acuciantes problemas menos evidentes para la opinión pública, como
la colegialidad en el Gobierno de la Iglesia, es decir, un poder más
compartido entre el Papa y los obispos, facilitar la participación de los
laicos y, sobre todo, cómo volver a llenar la iglesias y los
seminarios. Esta última cuestión sí es palpable para los ciudadanos, que sienten
a la Iglesia ajena principalmente en las cuestiones sexuales. En realidad nada
es de ahora, todos son retos pendientes desde el Concilio Vaticano II, celebrado
en los sesenta.
En 2005, tras la era Wojtyla, los cardenales tenían tal
vértigo ante el hueco que dejaba que optaron por taparlo con Ratzinger, su
extensión natural. En realidad era el único candidato a la altura, desvanecido
el bloque progresista no había grandes divisiones entre los cardenales y por eso
la elección fue rápida. Ahora es distinto. Hay que inventarse algo nuevo, hay un
fractura tangible entre los electores y se barajan hasta una docena de nombres,
como se le escapó el domingo al cardenal de Lyon, Philippe Barbarin. Se puede
decir, como en unas elecciones, que serán decisivos los indecisos. Se ha hablado
incluso de la idea de echar mano de un cardenal de prestigio de más de 80 años,
fuera del cónclave, al tiempo que la prudencia aconseja buscar uno joven, para
que no pueda surgir en su pasado ninguna sombra relacionada con la pederastia,
que aparece por todos lados y hasta ha salpicado a Ratzinger por un caso cuando
era arzobispo de Múnich.
Como siempre, hay una enorme y descarada
campaña de la prensa italiana por uno de sus cardenales, Angelo Scola, aunque su
gran apuesta en 2005, Tettamanzi, ni se asomó luego en las votaciones. No se
sabe hasta qué punto los papables mediáticos, muy condicionados por los medios
italianos, son una ficción. En cuanto a la presión exterior, debe señalarse que
no han sido escuchadas las campañas para evitar que entraran al cónclave una
decena de cardenales relacionados con asuntos de encubrimiento de pederastia.
Solo el escocés O'Brien, acusado de acosar seminaristas, ha renunciado. Es uno
de los cónclaves más abiertos del último siglo y esta, y no la de 2005, es la
elección realmente difícil para pasar página al ritmo de la historia. O seguir
esperando a pasarla.
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