domingo, 1 de septiembre de 2013

El Papa elige a un diplomático italiano para dirigir la Curia,./ NUNCA DEBÍ CAMBIAR DEL SCOTCH LOS MARTINIS,.

TÍTULO; El Papa elige a un diplomático italiano para dirigir la Curia,.

El Papa elige a un diplomático italiano para dirigir la CuriaPietro Parolin, nuncio en Venezuela, toma el relevo de Tarcisio Bertone, salpicado por el 'Vatileaks'

El papa Francisco se mantiene fiel al guion. Reformista pero con mucho tiento. No apuesta por 'outsiders' ni por novatos. Quiere gente experimentada y resolutiva. Y lo ha demostrado, por enésima vez, al afrontar la renovación de la cúpula de la Curia. Apenas lleva seis meses en la silla de san Pedro y ya ha cerrado el fichaje más importante de su breve pero intenso pontificado: quien fuera hasta ayer mismo nuncio apostólico (embajador vaticano) en Venezuela, Pietro Parolin, ocupará el cargo de secretario de Estado de la Santa Sede a partir del 15 de octubre. Así comienza, en tiempo récord, una nueva etapa en la 'sala de máquinas' de la Iglesia católica.
El hombre de confianza de Benedicto XVI, el todopoderoso salesiano Tarcisio Bertone que ejercía de 'primer ministro' con mano de hierro, pasa entonces a un segundo plano. Secretario de Estado en los últimos siete años, ahora se limitará a cumplir con su función de presidente de la comisión que controla el Banco vaticano y será camarlengo hasta los 80 años. Por lo demás, deja paso a la 'juventud'. Parolin es un diplomático italiano, de 58 años, curtido en Nigeria y México, donde trabajó entre 1986 y 1989, y se le atribuye un don innato para las negociaciones, en gran medida por la buena mano que ha tenido con el Gobierno de Vietnam y de Israel.
Ambos tenían una relación muy espinosa con el Vaticano y Parolin contribuyó a limar asperezas. De ahí que Benedicto XVI lo mandara en 2009 como nuncio a Caracas, con vistas a estrechar lazos entre el líder de la república bolivariana y la jerarquía católica. Lo intentó y, en palabras del arzobispo de la capital venezolana, Jorge Urosa Savino, «jugó un papel muy importante, siempre con una actitud discreta y prudente». Un talante que también mostró, recordaba ayer el cardenal, en Rusia y China «y eso que le tocó liderar duras negociaciones».
Todo apunta a que se trata de un 'mirlo blanco' a ojos del Papa Francisco. No solo ha tenido oportunidad de conocerlo bien, cuando ambos trabajaban en Latinoamérica, sino que valora muy positivamente su profundo conocimiento de la Curia. No hay que olvidar que Parolin fue subsecretario entre 2002 y 2009 de la Sección para las Relaciones con los Estados de la Secretaría de Estado. Su elección ha despertado mucha expectación, sobre todo porque se trata de la primera gran reforma en el Gobierno del Vaticano. La siguiente llegará en octubre cuando una comisión de ocho cardenales se reúna en Roma con el fin de acometer cambios estructurales en el Ejecutivo central de la Iglesia.
Evitar concentrar el poder
Parolin ya ha sido designado oficialmente sucesor de Bertone, pero deberá esperar un par de meses para ejercer la función de 'primer ministro'. ¿Por qué será? Se trata de la mejor manera, reflexionan los expertos en el Vaticano, de pegar carpetazo a una época marcada por los casos de pederastia,'Vatileaks' y las irregularidades en la gestión de las finanzas. Resulta muy práctico dejar que un lapso de 'interregno' separe radicalmente una etapa de otra.
Aquel periodo tan tormentoso salpicó al propio Bertone, que en los documentos secretos del Vaticano, filtrados por el mayordomo de Ratzinger, aparecía citado en términos muy poco virtuosos. Se le acusaba de errores de gestión y de enchufar a sus compañeros más leales. Todo ello en un contexto de intrigas y rivalidades que alentaba un comportamiento «muy poco evangélico», como ha reprochado Francisco. El Pontífice está empeñado en poner orden y, entre otras iniciativas, ha impulsado un par de comisiones auditoras.

TÍTULO; NUNCA DEBÍ CAMBIAR DEL SCOTCH LOS MARTINIS,.

 
«Eso es todo, amigos», se lee en la lápida de Mel Blanc, doblador de Bugs Bunny. «Soy escritor, nadie es perfecto», escribió para sus restos el director de cine Billy Wilder, citando aquella célebre frase final de su obra maestra 'Con faldas y a lo loco'. En la lápida de Groucho Marx no llegaron a esculpir su famoso epitafio, 'Perdonen que no me levante'. Moliére mandó escribir en la suya una crítica laudatoria: «Aquí yace Moliere, el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto, y de verdad que bien lo hace». Frank Sinatra asegura desde su tumba que «Lo mejor está por llegar» y Dee Dee Ramone escogió un mensaje que bien podía haber tomado de su contestador telefónicó: «OK... me tengo que ir ahora».
Muchos personajes ilustres dedicaron un tiempo a pensar sus últimas palabras, de modo que quienes visitan su tumba admiran su sentido del humor, su ingenio o su grandeza. Fueron responsables, firmaron un epitafio digno de respeto y admiración. De acuerdo. Pero ¿qué ocurre con el resto? Pues que lo que dicen justo antes de exhalar su último suspiro, ya sea una frase brillante o un triste lamento, es lo que pasa a la posteridad.
La gente ya se moría en el siglo IV antes de Cristo, cuando Sócrates eligió beber una dosis de cicuta capaz de dejarle seco. La única alternativa que le daban quienes le condenaron por no reconocer a los dioses atenienses y corromper a la juventud era el exilio. Así que se tomó el veneno y se paseó por la 'polis' renqueante, arrastrando las piernas, hasta que se tumbó en el suelo boca arriba. Le acompañaba en ese trance su amigo Critón, a quien legó una última voluntad llena de pragmatismo: «Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo descuides».
Palabras valientes
Muchos líderes políticos y sociales demostraron el mismo aplomo que Sócrates en esos momentos finales. Ana Bolena, segunda esposa de Enrique VIII de Inglaterra, fue acusada de alta traición, incesto, adulterio y herejía, y condenada a morir decapitada. Antes de presentar su cabeza al hacha, se dirigió a su verdugo para decirle: «No le dará ningún trabajo: tengo el cuello muy fino». Dos siglos más tarde, en 1793, otra mujer llena de coraje, María Antonieta, reina consorte de Francia, fue guillotinada nueve meses después que su marido, Luis XVI. Instantes antes de perder literalmente la cabeza, se disculpó con su verdugo por pisarle sin querer: «Perdóneme, señor», le dijo.
El ejecutor del Che Guevara, el militar boliviano Mario Terán, contaba los momentos previos a su fusilamiento, el 9 de octubre de 1967: «En ese momento vi al Che grande, muy grande, enorme. Sus ojos brillaban intensamente. Pensé que con un movimiento rápido el Che podría quitarme el arma. '¡Póngase sereno -me dijo- y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!». Como puede apreciarse, el líder de la revolución cubana mantuvo la compostura hasta el final.
Muchos se derrumbaron ante el pelotón de fusilamiento, y otros se enardecieron. «Muero por la libertad de América», espetó José Miguel Carrera, abanderado de la lucha por la independencia de Chile, en 1821. «¡Arriba España!», dicen que gritó José Antonio Primo de Rivera en el paredón. Víctima de la misma guerra pero en el bando opuesto, Blas Infante, ideólogo del nacionalismo andaluz, gritó «¡Viva Andalucía libre!» antes de morir. Y el escritor vitoriano Ramiro de Maeztu se extendió un poco más al hallarse en idéntico trance: «Vosotros no sabéis por qué me matáis, pero yo sí sé por qué muero: ¡por que vuestros hijos sean mejores que vosotros!».
Palabras dramáticas
También se acogió al dramatismo Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis. Haciendo acopio de sus últimas energías y sobreponiéndose al intenso dolor que le provocaba un cáncer de paladar ya extendido, se lamentó: «Es absurdo, esto es absurdo». Después pidió a su médico personal que le suministrara las tres dosis de morfina que acabaron con su vida.
Sin embargo, no todos los personajes históricos han demostrado tanta entereza, ni mucho menos. El filósofo Auguste Comte se pasó la vida lanzando proverbios, pero el 5 de septiembre de 1857, mientras llamaba a la puerta del otro barrio, lanzó uno de los más memorables: «¡Qué pérdida irreparable!», exclamó. No se sabrá nunca si se refería a sí mismo, que perdía la vida, o a la historia del pensamiento, que le perdía a él. Nerón, emperador de Roma entre los años 54 y 68, no dejó lugar a las mismas dudas: «¡Qué gran artista perece!», se lamentó, hablando de sí mismo en tercera persona.
La misma preocupación por el vacío que iba a dejar, pero mucha mayor humildad, demostró el torero Manolete en la madrugada del 29 de agosto de 1947, horas después de que Islero, un miura de casi 500 kilos, hendiera uno de sus pitones en su muslo derecho en la plaza de toros de Linares. Viendo escapársele la vida, le dijo al doctor Gimenez Guinea: «¡Qué disgusto le voy a dar a mi madre!».
«Doctor, yo quiero hablar con usted. La cornada es fuerte. Tiene al menos dos trayectorias, una para acá y otra para allá. Abra usted todo lo que tenga que abrir, lo demás está en sus manos». Estas fueron las indicaciones de otro diestro, Francisco Ribera 'Paquirri', frío y resolutivo frente a las cámaras de televisión en la plaza de Pozoblanco (Córdoba), tras sufrir la cornada mortal de Avispado.
Tanto el director de cine español Luis Buñuel, responsable de películas inmortales como 'Un perro andaluz', como Antón Chéjov, uno de los mejores cuentistas rusos de la historia, demostraron su capacidad de síntesis. Despojando a su discurso de retórica, ambos coincidieron en exclamar: «¡Me muero!». Dicho y hecho, se murieron. Lord Byron, en cambio, sólo podía despedirse como un caballero inglés cuando la malaria se lo llevaba el 19 de abril de 1824: «Ahora yo me iré a dormir. Buenas noches».
Palabras obsesivas
No faltan en la nómina de los difuntos más célebres los obsesos de su trabajo, como Honoré de Balzac y Bram Stoker. El primero, autor de 'La comedia humana', escritor infatigable, se quejó de su mala salud en estos términos poco antes de pasar a mejor vida: «Ocho horas con fiebre, ¡me habría dado tiempo a escribir un libro!». Y el autor de 'Drácula', con la razón trastornada por la sífilis, murió mientras repetía «¡El diablo, el diablo!», señalando un punto de su habitación. También Béla Lugosi, que encarnó al siniestro conde de afilados colmillos en una de las adaptaciones de la novela al cine, desembarcó en la otra orilla clamando al cielo: «Yo soy el conde Drácula, el rey de los vampiros, y soy inmortal».
Rodolfo Valentino, compañero de profesión de Lugosi y 'sex-symbol' de su época, murió atormentado por una duda existencial que no vaciló en plantear a los médicos que le atendieron al final de su vida: «De verdad, ¿tengo pinta de marica?». Su obsesión venía de lejos: tiempo antes, Valentino retó a un periodista a un combate de boxeo por atreverse a insinuar que era homosexual.
Palabras conflictivas
El poeta chileno Vicente Huidobro escribió uno de los libros de poesía más bellos del pasado siglo, 'Altazor o el viaje en paracaídas'. No obstante, siempre será recordado por llamar «cara de poto» a su amiga la pintora Heriette Petit,que le acompañaba en su lecho de muerte. Hay que decir que en Perú, 'poto' significa culo.
Debía de estar confuso el autor de 'Altazor' para abofetear a Petit con semejante símil. Pero no tanto como la vizcondesa Nancy Astor, primera mujer que ocupó un escaño en la Cámara de los Comunes del Parlamento Británico, cuando preguntó: «¿Me estoy muriendo o es mi cumpleaños?», al ver a toda su familia reunida alrededor de su cama. Huelga añadir que no sopló las velas.
Al romántico Goethe le atribuyen las palabras «luz, más luz», pronunciadas a modo de despedida. Palabras sublimes para muchos, aunque también tienen sus detractores. El escritor austriaco Thomas Bernhard sostuvo que no dijo «más luz» ('mehr licht', en alemán), sino «no más» ('mehr nicht'), porque estaba harto de tanto sufrimiento.
Más lúcido que ellos en sus instantes finales, el actor estadounidense Humphrey Bogart, gran aficionado a empinar el codo, tuvo tiempo de bromear, sarcástico, antes de fundirse en negro para siempre: «Nunca debí cambiarme del scotch a los martinis». Y el poeta galés Dylan Thomas, que bebía incluso más que Bogart, tal vez porque empezó a los cuatro años, presumía de su aguante en su lecho de muerte, en el hospital St. Vincent de Nueva York: «Me he bebido dieciocho vasos de whisky. Creo que es todo un récord». Curiosamente no fue el alcohol la causa de su muerte, sino una inflamación del cerebro asociada a la neumonía.
Y muchos, en fin, mueren como han vivido. «¡Qué 'demasiao'! De ésta me sacan en televisión», declaró El Jaro, famoso delincuente juvenil, al recibir un disparo de escopeta en la calle madrileña Toribio Pollán cuando se disponía a perpetrar un atraco. «¡No me disparen! ¡No me disparen!», suplicó en vano el militar libio Muamar el Gadafi, mientras uno de sus captores le escupía en la cara. «¡Todo es tan aburrido!», opinó con flema inglesa el ex primer ministro británico Winston Churchill, el 24 de enero de 1965, a los 90 años. «El dinero no puede comprar la vida», sentenció Bob Marley, adalid de los rastafaris y vencido por el cáncer, delante de su hijo Ziggy. «Diles que mi vida fue maravillosa», pidió el autor del 'Tractatus', Ludwig Wittgenstein, aquejado de un cáncer de próstata; un excelente balance para un hombre que vio dos guerras mundiales, vivió prácticamente aislado y sufrió los suicidios de varios hermanos.
Al menos, eso fue lo que aseguran que dijeron quienes les despidieron antes del viaje definitivo. ¿Testimonios reales, o fantasías fabricadas con la intención de engrandecer o ensombrecer su leyenda? Verdaderas o falsas, estas últimas palabras les acompañarán siempre en el recuerdo colectivo, tan indelebles como un epitafio.

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