El papa Francisco se mantiene fiel al guion. Reformista
pero con mucho tiento. No apuesta por 'outsiders' ni por novatos. Quiere
gente experimentada y resolutiva. Y lo ha demostrado, por enésima vez,
al afrontar la renovación de la cúpula de la Curia. Apenas lleva seis
meses en la silla de san Pedro y ya ha cerrado el fichaje más importante
de su breve pero intenso pontificado: quien fuera hasta ayer mismo
nuncio apostólico (embajador vaticano) en Venezuela, Pietro Parolin,
ocupará el cargo de secretario de Estado de la Santa Sede a partir del
15 de octubre. Así comienza, en tiempo récord, una nueva etapa en la
'sala de máquinas' de la Iglesia católica.
El hombre de confianza de Benedicto XVI, el todopoderoso
salesiano Tarcisio Bertone que ejercía de 'primer ministro' con mano de
hierro, pasa entonces a un segundo plano. Secretario de Estado en los
últimos siete años, ahora se limitará a cumplir con su función de
presidente de la comisión que controla el Banco vaticano y será
camarlengo hasta los 80 años. Por lo demás, deja paso a la 'juventud'.
Parolin es un diplomático italiano, de 58 años, curtido en Nigeria y
México, donde trabajó entre 1986 y 1989, y se le atribuye un don innato
para las negociaciones, en gran medida por la buena mano que ha tenido
con el Gobierno de Vietnam y de Israel.
Ambos tenían una relación muy espinosa con el Vaticano y
Parolin contribuyó a limar asperezas. De ahí que Benedicto XVI lo
mandara en 2009 como nuncio a Caracas, con vistas a estrechar lazos
entre el líder de la república bolivariana y la jerarquía católica. Lo
intentó y, en palabras del arzobispo de la capital venezolana, Jorge
Urosa Savino, «jugó un papel muy importante, siempre con una actitud
discreta y prudente». Un talante que también mostró, recordaba ayer el
cardenal, en Rusia y China «y eso que le tocó liderar duras
negociaciones».
Todo apunta a que se trata de un 'mirlo blanco' a ojos del
Papa Francisco. No solo ha tenido oportunidad de conocerlo bien, cuando
ambos trabajaban en Latinoamérica, sino que valora muy positivamente su
profundo conocimiento de la Curia. No hay que olvidar que Parolin fue
subsecretario entre 2002 y 2009 de la Sección para las Relaciones con
los Estados de la Secretaría de Estado. Su elección ha despertado mucha
expectación, sobre todo porque se trata de la primera gran reforma en el
Gobierno del Vaticano. La siguiente llegará en octubre cuando una
comisión de ocho cardenales se reúna en Roma con el fin de acometer
cambios estructurales en el Ejecutivo central de la Iglesia.
Evitar concentrar el poder
Parolin ya ha sido designado oficialmente sucesor de
Bertone, pero deberá esperar un par de meses para ejercer la función de
'primer ministro'. ¿Por qué será? Se trata de la mejor manera,
reflexionan los expertos en el Vaticano, de pegar carpetazo a una época
marcada por los casos de pederastia,'Vatileaks' y las irregularidades en
la gestión de las finanzas. Resulta muy práctico dejar que un lapso de
'interregno' separe radicalmente una etapa de otra.
Aquel periodo tan tormentoso salpicó al propio Bertone, que
en los documentos secretos del Vaticano, filtrados por el mayordomo de
Ratzinger, aparecía citado en términos muy poco virtuosos. Se le acusaba
de errores de gestión y de enchufar a sus compañeros más leales. Todo
ello en un contexto de intrigas y rivalidades que alentaba un
comportamiento «muy poco evangélico», como ha reprochado Francisco. El
Pontífice está empeñado en poner orden y, entre otras iniciativas, ha
impulsado un par de comisiones auditoras.
TÍTULO; NUNCA DEBÍ CAMBIAR DEL SCOTCH LOS MARTINIS,.
«Eso es todo, amigos», se lee en la lápida de Mel Blanc,
doblador de Bugs Bunny. «Soy escritor, nadie es perfecto», escribió para
sus restos el director de cine Billy Wilder, citando aquella célebre
frase final de su obra maestra 'Con faldas y a lo loco'. En la lápida de
Groucho Marx no llegaron a esculpir su famoso epitafio, 'Perdonen que
no me levante'. Moliére mandó escribir en la suya una crítica
laudatoria: «Aquí yace Moliere, el rey de los actores. En estos momentos
hace de muerto, y de verdad que bien lo hace». Frank Sinatra asegura
desde su tumba que «Lo mejor está por llegar» y Dee Dee Ramone escogió
un mensaje que bien podía haber tomado de su contestador telefónicó:
«OK... me tengo que ir ahora».
Muchos personajes ilustres dedicaron un tiempo a pensar sus
últimas palabras, de modo que quienes visitan su tumba admiran su
sentido del humor, su ingenio o su grandeza. Fueron responsables,
firmaron un epitafio digno de respeto y admiración. De acuerdo. Pero
¿qué ocurre con el resto? Pues que lo que dicen justo antes de exhalar
su último suspiro, ya sea una frase brillante o un triste lamento, es lo
que pasa a la posteridad.
La gente ya se moría en el siglo IV antes de Cristo, cuando
Sócrates eligió beber una dosis de cicuta capaz de dejarle seco. La
única alternativa que le daban quienes le condenaron por no reconocer a
los dioses atenienses y corromper a la juventud era el exilio. Así que
se tomó el veneno y se paseó por la 'polis' renqueante, arrastrando las
piernas, hasta que se tumbó en el suelo boca arriba. Le acompañaba en
ese trance su amigo Critón, a quien legó una última voluntad llena de
pragmatismo: «Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y
no lo descuides».
Palabras valientes
Muchos líderes políticos y sociales demostraron el mismo
aplomo que Sócrates en esos momentos finales. Ana Bolena, segunda esposa
de Enrique VIII de Inglaterra, fue acusada de alta traición, incesto,
adulterio y herejía, y condenada a morir decapitada. Antes de presentar
su cabeza al hacha, se dirigió a su verdugo para decirle: «No le dará
ningún trabajo: tengo el cuello muy fino». Dos siglos más tarde, en
1793, otra mujer llena de coraje, María Antonieta, reina consorte de
Francia, fue guillotinada nueve meses después que su marido, Luis XVI.
Instantes antes de perder literalmente la cabeza, se disculpó con su
verdugo por pisarle sin querer: «Perdóneme, señor», le dijo.
El ejecutor del Che Guevara, el militar boliviano Mario
Terán, contaba los momentos previos a su fusilamiento, el 9 de octubre
de 1967: «En ese momento vi al Che grande, muy grande, enorme. Sus ojos
brillaban intensamente. Pensé que con un movimiento rápido el Che podría
quitarme el arma. '¡Póngase sereno -me dijo- y apunte bien! ¡Va a matar
a un hombre!». Como puede apreciarse, el líder de la revolución cubana
mantuvo la compostura hasta el final.
Muchos se derrumbaron ante el pelotón de fusilamiento, y
otros se enardecieron. «Muero por la libertad de América», espetó José
Miguel Carrera, abanderado de la lucha por la independencia de Chile, en
1821. «¡Arriba España!», dicen que gritó José Antonio Primo de Rivera
en el paredón. Víctima de la misma guerra pero en el bando opuesto, Blas
Infante, ideólogo del nacionalismo andaluz, gritó «¡Viva Andalucía
libre!» antes de morir. Y el escritor vitoriano Ramiro de Maeztu se
extendió un poco más al hallarse en idéntico trance: «Vosotros no sabéis
por qué me matáis, pero yo sí sé por qué muero: ¡por que vuestros hijos
sean mejores que vosotros!».
Palabras dramáticas
También se acogió al dramatismo Sigmund Freud, el padre del
psicoanálisis. Haciendo acopio de sus últimas energías y
sobreponiéndose al intenso dolor que le provocaba un cáncer de paladar
ya extendido, se lamentó: «Es absurdo, esto es absurdo». Después pidió a
su médico personal que le suministrara las tres dosis de morfina que
acabaron con su vida.
Sin embargo, no todos los personajes históricos han
demostrado tanta entereza, ni mucho menos. El filósofo Auguste Comte se
pasó la vida lanzando proverbios, pero el 5 de septiembre de 1857,
mientras llamaba a la puerta del otro barrio, lanzó uno de los más
memorables: «¡Qué pérdida irreparable!», exclamó. No se sabrá nunca si
se refería a sí mismo, que perdía la vida, o a la historia del
pensamiento, que le perdía a él. Nerón, emperador de Roma entre los años
54 y 68, no dejó lugar a las mismas dudas: «¡Qué gran artista perece!»,
se lamentó, hablando de sí mismo en tercera persona.
La misma preocupación por el vacío que iba a dejar, pero
mucha mayor humildad, demostró el torero Manolete en la madrugada del 29
de agosto de 1947, horas después de que Islero, un miura de casi 500
kilos, hendiera uno de sus pitones en su muslo derecho en la plaza de
toros de Linares. Viendo escapársele la vida, le dijo al doctor Gimenez
Guinea: «¡Qué disgusto le voy a dar a mi madre!».
«Doctor, yo quiero hablar con usted. La cornada es fuerte.
Tiene al menos dos trayectorias, una para acá y otra para allá. Abra
usted todo lo que tenga que abrir, lo demás está en sus manos». Estas
fueron las indicaciones de otro diestro, Francisco Ribera 'Paquirri',
frío y resolutivo frente a las cámaras de televisión en la plaza de
Pozoblanco (Córdoba), tras sufrir la cornada mortal de Avispado.
Tanto el director de cine español Luis Buñuel, responsable
de películas inmortales como 'Un perro andaluz', como Antón Chéjov, uno
de los mejores cuentistas rusos de la historia, demostraron su capacidad
de síntesis. Despojando a su discurso de retórica, ambos coincidieron
en exclamar: «¡Me muero!». Dicho y hecho, se murieron. Lord Byron, en
cambio, sólo podía despedirse como un caballero inglés cuando la malaria
se lo llevaba el 19 de abril de 1824: «Ahora yo me iré a dormir. Buenas
noches».
Palabras obsesivas
No faltan en la nómina de los difuntos más célebres los
obsesos de su trabajo, como Honoré de Balzac y Bram Stoker. El primero,
autor de 'La comedia humana', escritor infatigable, se quejó de su mala
salud en estos términos poco antes de pasar a mejor vida: «Ocho horas
con fiebre, ¡me habría dado tiempo a escribir un libro!». Y el autor de
'Drácula', con la razón trastornada por la sífilis, murió mientras
repetía «¡El diablo, el diablo!», señalando un punto de su habitación.
También Béla Lugosi, que encarnó al siniestro conde de afilados
colmillos en una de las adaptaciones de la novela al cine, desembarcó en
la otra orilla clamando al cielo: «Yo soy el conde Drácula, el rey de
los vampiros, y soy inmortal».
Rodolfo Valentino, compañero de profesión de Lugosi y
'sex-symbol' de su época, murió atormentado por una duda existencial que
no vaciló en plantear a los médicos que le atendieron al final de su
vida: «De verdad, ¿tengo pinta de marica?». Su obsesión venía de lejos:
tiempo antes, Valentino retó a un periodista a un combate de boxeo por
atreverse a insinuar que era homosexual.
Palabras conflictivas
El poeta chileno Vicente Huidobro escribió uno de los
libros de poesía más bellos del pasado siglo, 'Altazor o el viaje en
paracaídas'. No obstante, siempre será recordado por llamar «cara de
poto» a su amiga la pintora Heriette Petit,que le acompañaba en su lecho
de muerte. Hay que decir que en Perú, 'poto' significa culo.
Debía de estar confuso el autor de 'Altazor' para abofetear
a Petit con semejante símil. Pero no tanto como la vizcondesa Nancy
Astor, primera mujer que ocupó un escaño en la Cámara de los Comunes del
Parlamento Británico, cuando preguntó: «¿Me estoy muriendo o es mi
cumpleaños?», al ver a toda su familia reunida alrededor de su cama.
Huelga añadir que no sopló las velas.
Al romántico Goethe le atribuyen las palabras «luz, más
luz», pronunciadas a modo de despedida. Palabras sublimes para muchos,
aunque también tienen sus detractores. El escritor austriaco Thomas
Bernhard sostuvo que no dijo «más luz» ('mehr licht', en alemán), sino
«no más» ('mehr nicht'), porque estaba harto de tanto sufrimiento.
Más lúcido que ellos en sus instantes finales, el actor
estadounidense Humphrey Bogart, gran aficionado a empinar el codo, tuvo
tiempo de bromear, sarcástico, antes de fundirse en negro para siempre:
«Nunca debí cambiarme del scotch a los martinis». Y el poeta galés Dylan
Thomas, que bebía incluso más que Bogart, tal vez porque empezó a los
cuatro años, presumía de su aguante en su lecho de muerte, en el
hospital St. Vincent de Nueva York: «Me he bebido dieciocho vasos de
whisky. Creo que es todo un récord». Curiosamente no fue el alcohol la
causa de su muerte, sino una inflamación del cerebro asociada a la
neumonía.
Y muchos, en fin, mueren como han vivido. «¡Qué 'demasiao'!
De ésta me sacan en televisión», declaró El Jaro, famoso delincuente
juvenil, al recibir un disparo de escopeta en la calle madrileña Toribio
Pollán cuando se disponía a perpetrar un atraco. «¡No me disparen! ¡No
me disparen!», suplicó en vano el militar libio Muamar el Gadafi,
mientras uno de sus captores le escupía en la cara. «¡Todo es tan
aburrido!», opinó con flema inglesa el ex primer ministro británico
Winston Churchill, el 24 de enero de 1965, a los 90 años. «El dinero no
puede comprar la vida», sentenció Bob Marley, adalid de los rastafaris y
vencido por el cáncer, delante de su hijo Ziggy. «Diles que mi vida fue
maravillosa», pidió el autor del 'Tractatus', Ludwig Wittgenstein,
aquejado de un cáncer de próstata; un excelente balance para un hombre
que vio dos guerras mundiales, vivió prácticamente aislado y sufrió los
suicidios de varios hermanos.
Al menos, eso fue lo que aseguran que dijeron quienes les
despidieron antes del viaje definitivo. ¿Testimonios reales, o fantasías
fabricadas con la intención de engrandecer o ensombrecer su leyenda?
Verdaderas o falsas, estas últimas palabras les acompañarán siempre en
el recuerdo colectivo, tan indelebles como un epitafio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario