Hace
un par de meses impartí yo solito un curso de verano en la Universidad
Menéndez Pelayo, de Santander; durante cinco días, siete horas ...
Hace un par de meses impartí yo solito un curso de
verano en la Universidad Menéndez Pelayo, de Santander; durante cinco
días, siete horas al día, traté de comunicar a mis alumnos mi amor por
el oficio literario. Fue una experiencia extrema, de
vaciamiento interior muy profundo, que me dejó deslomado y a la vez
dichoso; una experiencia que no habría sido posible sin la complicidad
de mis alumnos, que a la vez que me exprimían se exprimían a sí mismos. Así,
se alcanzó un clima de rara intensidad y fluencia recíproca del que tal
vez yo fuese el máximo beneficiario; y del que he extraído
provechosísimas enseñanzas, para la literatura y para la vida.
Mientras avanzaba el curso, descubrí que muchos de mis alumnos no se
habían matriculado porque yo lo impartiese, sino simplemente porque les
gustaba la literatura; y descubrí también que algunos, incluso, se
habían matriculado a pesar de que yo lo impartía. En una de las
últimas clases, uno de estos alumnos así lo confesó, paladinamente:
reconocía que tenía el peor concepto sobre mí, antes de comenzar aquel
curso; y que ese concepto había cambiado radicalmente. Luego, en un
descanso entre clases, otros alumnos me confesaron algo similar.
Escucharlos fue a la vez reconfortante y desgarrador.
El mal concepto que muchos de estos alumnos tenían sobre mí era a veces infundado o fundado en razones peregrinas; pero otras veces fundado en razones de cierto peso. No eran razones literarias (puesto que tenían mal concepto de mí, jamás habían leído ninguna de mis novelas), sino derivadas de mi 'proyección mediática': algunos habían leído algún artículo mío que les había disgustado, otros habían visto alguna lamentable intervención televisiva mía; en algunos casos, tal artículo o intervención televisiva habían sido convenientemente descontextualizados o manipulados por un emisor a quien interesaba desvirtuar lo que yo había dicho o escrito. Estoy muy acostumbrado a tropezarme con adhesiones y rechazos de este tipo; y, salvo contadas excepciones, ambos me resultan entristecedores, pues sé que están fundados en el desconocimiento, y que contra ese desconocimiento nada puedo hacer. Pero lo más entristecedor -mucho más incluso que el rechazo violento- es la adhesión de quien nada tiene que ver contigo y, sin embargo, pretende ser tu alma gemela, simplemente porque te ha leído si acaso un par de artículos en los que coincide con tus tesis (aunque, normalmente, en este tipo de adhesiones ni siquiera se atiende a las tesis, sino que se obra por motivos más viscerales). Así, me he tropezado con 'almas gemelas' que se declaraban fervorosos paladines del liberalismo económico o defensores de las intervenciones americanas en Oriente Próximo; y que, por supuesto, daban por supuesto que yo también lo era. ¿Por qué? Pues imagino que, en gran medida, por aquello que proclamó McLuhan («El medio es el mensaje»); pero tal vez también porque el medio mata todos los mensajes.
No empleo 'mensaje' en el sentido 'ideológico' de McLuhan, sino en un sentido de 'verdad personal' profunda, al estilo de la que yo pude trasladar a mis alumnos de Santander, desnudándome espiritualmente por entero. Un 'mensaje' de este tipo, escrito en un periódico, resulta casi ininteligible; expuesto en televisión, directamente irrisorio. Así lo he comprobado reiteradamente: los artículos míos que suelen provocar más reacciones no son aquellos que escribo con el alma en vilo, sino los más rutinarios, los más 'ajenos' a mí; y cuanto más 'ajenos' son a mí, mayor controversia generan. He aquí la triste conclusión a la que he llegado con el tiempo: los medios de comunicación no sirven para transmitir una 'verdad personal'; por el contrario, todo lo que es 'verdad personal' se evapora misteriosamente en la transmisión mediática, y su hueco lo ocupa enseguida un ruido aturdidor. Tal afirmación puede parecer exagerada; pero su veracidad se comprueba si reparamos, por ejemplo, en la propagación de las religiones: su gran expansión no se produce a través de medios de comunicación de masas ni siquiera a través de la imprenta, sino a través de la transferencia espiritual directa, corazón a corazón; y todos los medios de comunicación del mundo no han servido para combatir su retroceso, cuando ha faltado esa transferencia directa, sino más bien al contrario.
Y es que, como nos recordaba el bellísimo romance del infante Arnaldos, solo podemos decir nuestra canción a quien con nosotros va. Lo demás es ruido aturdidor.
TÍTULO; LA CARTA DE LA SEMANA, EL PROFESOR BOSNIO,.
El mal concepto que muchos de estos alumnos tenían sobre mí era a veces infundado o fundado en razones peregrinas; pero otras veces fundado en razones de cierto peso. No eran razones literarias (puesto que tenían mal concepto de mí, jamás habían leído ninguna de mis novelas), sino derivadas de mi 'proyección mediática': algunos habían leído algún artículo mío que les había disgustado, otros habían visto alguna lamentable intervención televisiva mía; en algunos casos, tal artículo o intervención televisiva habían sido convenientemente descontextualizados o manipulados por un emisor a quien interesaba desvirtuar lo que yo había dicho o escrito. Estoy muy acostumbrado a tropezarme con adhesiones y rechazos de este tipo; y, salvo contadas excepciones, ambos me resultan entristecedores, pues sé que están fundados en el desconocimiento, y que contra ese desconocimiento nada puedo hacer. Pero lo más entristecedor -mucho más incluso que el rechazo violento- es la adhesión de quien nada tiene que ver contigo y, sin embargo, pretende ser tu alma gemela, simplemente porque te ha leído si acaso un par de artículos en los que coincide con tus tesis (aunque, normalmente, en este tipo de adhesiones ni siquiera se atiende a las tesis, sino que se obra por motivos más viscerales). Así, me he tropezado con 'almas gemelas' que se declaraban fervorosos paladines del liberalismo económico o defensores de las intervenciones americanas en Oriente Próximo; y que, por supuesto, daban por supuesto que yo también lo era. ¿Por qué? Pues imagino que, en gran medida, por aquello que proclamó McLuhan («El medio es el mensaje»); pero tal vez también porque el medio mata todos los mensajes.
No empleo 'mensaje' en el sentido 'ideológico' de McLuhan, sino en un sentido de 'verdad personal' profunda, al estilo de la que yo pude trasladar a mis alumnos de Santander, desnudándome espiritualmente por entero. Un 'mensaje' de este tipo, escrito en un periódico, resulta casi ininteligible; expuesto en televisión, directamente irrisorio. Así lo he comprobado reiteradamente: los artículos míos que suelen provocar más reacciones no son aquellos que escribo con el alma en vilo, sino los más rutinarios, los más 'ajenos' a mí; y cuanto más 'ajenos' son a mí, mayor controversia generan. He aquí la triste conclusión a la que he llegado con el tiempo: los medios de comunicación no sirven para transmitir una 'verdad personal'; por el contrario, todo lo que es 'verdad personal' se evapora misteriosamente en la transmisión mediática, y su hueco lo ocupa enseguida un ruido aturdidor. Tal afirmación puede parecer exagerada; pero su veracidad se comprueba si reparamos, por ejemplo, en la propagación de las religiones: su gran expansión no se produce a través de medios de comunicación de masas ni siquiera a través de la imprenta, sino a través de la transferencia espiritual directa, corazón a corazón; y todos los medios de comunicación del mundo no han servido para combatir su retroceso, cuando ha faltado esa transferencia directa, sino más bien al contrario.
Y es que, como nos recordaba el bellísimo romance del infante Arnaldos, solo podemos decir nuestra canción a quien con nosotros va. Lo demás es ruido aturdidor.
TÍTULO; LA CARTA DE LA SEMANA, EL PROFESOR BOSNIO,.
He
vuelto a reunirme con Paco Custodio, cámara de televisión jubilado,
viejo compañero de viajes y aventuras, y eso nos ha dado ocasión .
He vuelto a reunirme con Paco Custodio, cámara de televisión
jubilado, viejo compañero de viajes y aventuras, y eso nos ha dado
ocasión para recordar cosas. Entre otras, que hace exactamente veinte
años estábamos con Miguel de la Fuente y Pasko, nuestro intérprete, en
un lugar llamado Stup, cerca de Sarajevo, esperando acompañar a las
tropas bosnias en uno de los contraataques desesperados que lanzaban
para mantener abierta la única vía de comunicación y suministros que
abastecía la ciudad. La unidad que acompañábamos estaba compuesta por
bosniocroatas, y pasamos con ellos la noche en un viejo almacén
bombardeado, esperando el ataque que iban a intentar con la primera luz
del día. Eran ciento noventa y cuatro hombres, casi todos muy jóvenes, y
la mayor parte de ellos entraría en fuego por primera vez. No fue una
noche cómoda, ni tranquila. Y al punto del alba, los oficiales empezaron
a despertar a los soldados que dormitaban como podían. Los hacían
ponerse en pie y salir afuera, mientras en la oscuridad resonaban los
cerrojos de los kalashnikov al amartillarse.
Una veintena de aquellos soldados eran niños. Casi literalmente. Tendrían entre quince y diecisiete años. Procedían todos de un mismo colegio, y no sé si se habían presentado voluntarios o los alistaron a la fuerza. Estaban allí, con los otros, aunque formando grupo aparte; como si la proximidad física de los compañeros de pupitre les diese más seguridad o más valor. Los habíamos grabado la tarde anterior y ahora volvíamos a percibir sus rostros en la claridad del alba: lampiños, graves, asustados, mirando alrededor con desconcierto a medida que el gris del día naciente aclaraba la hondonada donde nos concentrábamos. Impresionaban esos rostros casi de niños en aquella luz siniestra, mientras resonaban por todas partes los cerrojazos de las armas amartillándose.
Con ellos estaba su maestro. Era un joven de veintiocho años promovido a oficial, que a pesar de los uniformes, las armas y el equipo militar se movía entre ellos con los gestos del profesor de escuela que hasta pocas semanas antes había sido: paternal, tranquilizador, atento a todo. Según nos contaron, los padres de aquellos chicos le habían pedido que cuidara de sus hijos. Y él hacía lo que podía. Lo habíamos sentido, más que visto, pasar la noche yendo de unos a otros para hablarles en voz baja y tranquila mientras comprobaba sus equipos y sus armas. Ahora, con aquella luz color ceniza, lo veíamos comprobar que todos tenían las armas listas y con el seguro puesto. Y luego, con un rotulador de trazo grueso que yo le presté, ir entre ellos preguntándoles el grupo sanguíneo para pintárselo en el dorso de las manos, en la frente, en el pecho del uniforme.
Llegó la orden de avanzar. Y en esa claridad fantasmal, docenas de hombres y muchachos se pusieron en marcha hacia el combate. Había que cruzar una carretera elevada sobre un talud, muy expuesta al fuego de las posiciones serbias, que estaban próximas. Los soldados la cruzaban al descubierto, a la carrera, agachada la cabeza. No había disparos, y sólo escuchábamos el ruido de las botas de los hombres que corrían. Y cuando llegó el momento de que cruzara el pelotón de chicos con su maestro, éste los hizo detenerse al pie del talud, les dio unas instrucciones en su lengua, y luego, avanzando solo hasta alzarse por completo, erguido, de pie e inmóvil en mitad de la carretera, encaró su fusil, que llevaba acoplada una mira telescópica de francotirador. Con ella, sereno, expuesto allí arriba, estudió durante un interminable minuto las posiciones serbias. Después, cuando creyó estar seguro, fue pronunciando uno por uno los nombres de los chicos, por orden alfabético, como si pasara lista en clase. Y a cada nombre, el interpelado apretaba los dientes, subía por el talud agachada la cabeza y cruzaba la carretera pasando junto al maestro; que, sin moverse, impasible, seguía vigilando las líneas enemigas. Así se fueron agrupando al otro lado, y así grabó Paco Custodio con su Betacam al joven del fusil: solo e inmóvil en el centro de la carretera, recortado en el cielo gris, el visor del arma pegado a la cara y el cañón apuntando a las líneas serbias, llamando uno por uno a sus alumnos y cuidando de ellos mientras cruzaban. Y después, cuando trescientos pasos más allá empezó todo y cada uno hubo de cuidar de sí mismo, Custodio volvió a grabar al maestro, esta vez llevado por sus alumnos a la retaguardia mientras dejaba un rastro de sangre en la hierba. Ninguno de los padres de aquellos chicos podía haberlo hecho mejor.
Una veintena de aquellos soldados eran niños. Casi literalmente. Tendrían entre quince y diecisiete años. Procedían todos de un mismo colegio, y no sé si se habían presentado voluntarios o los alistaron a la fuerza. Estaban allí, con los otros, aunque formando grupo aparte; como si la proximidad física de los compañeros de pupitre les diese más seguridad o más valor. Los habíamos grabado la tarde anterior y ahora volvíamos a percibir sus rostros en la claridad del alba: lampiños, graves, asustados, mirando alrededor con desconcierto a medida que el gris del día naciente aclaraba la hondonada donde nos concentrábamos. Impresionaban esos rostros casi de niños en aquella luz siniestra, mientras resonaban por todas partes los cerrojazos de las armas amartillándose.
Con ellos estaba su maestro. Era un joven de veintiocho años promovido a oficial, que a pesar de los uniformes, las armas y el equipo militar se movía entre ellos con los gestos del profesor de escuela que hasta pocas semanas antes había sido: paternal, tranquilizador, atento a todo. Según nos contaron, los padres de aquellos chicos le habían pedido que cuidara de sus hijos. Y él hacía lo que podía. Lo habíamos sentido, más que visto, pasar la noche yendo de unos a otros para hablarles en voz baja y tranquila mientras comprobaba sus equipos y sus armas. Ahora, con aquella luz color ceniza, lo veíamos comprobar que todos tenían las armas listas y con el seguro puesto. Y luego, con un rotulador de trazo grueso que yo le presté, ir entre ellos preguntándoles el grupo sanguíneo para pintárselo en el dorso de las manos, en la frente, en el pecho del uniforme.
Llegó la orden de avanzar. Y en esa claridad fantasmal, docenas de hombres y muchachos se pusieron en marcha hacia el combate. Había que cruzar una carretera elevada sobre un talud, muy expuesta al fuego de las posiciones serbias, que estaban próximas. Los soldados la cruzaban al descubierto, a la carrera, agachada la cabeza. No había disparos, y sólo escuchábamos el ruido de las botas de los hombres que corrían. Y cuando llegó el momento de que cruzara el pelotón de chicos con su maestro, éste los hizo detenerse al pie del talud, les dio unas instrucciones en su lengua, y luego, avanzando solo hasta alzarse por completo, erguido, de pie e inmóvil en mitad de la carretera, encaró su fusil, que llevaba acoplada una mira telescópica de francotirador. Con ella, sereno, expuesto allí arriba, estudió durante un interminable minuto las posiciones serbias. Después, cuando creyó estar seguro, fue pronunciando uno por uno los nombres de los chicos, por orden alfabético, como si pasara lista en clase. Y a cada nombre, el interpelado apretaba los dientes, subía por el talud agachada la cabeza y cruzaba la carretera pasando junto al maestro; que, sin moverse, impasible, seguía vigilando las líneas enemigas. Así se fueron agrupando al otro lado, y así grabó Paco Custodio con su Betacam al joven del fusil: solo e inmóvil en el centro de la carretera, recortado en el cielo gris, el visor del arma pegado a la cara y el cañón apuntando a las líneas serbias, llamando uno por uno a sus alumnos y cuidando de ellos mientras cruzaban. Y después, cuando trescientos pasos más allá empezó todo y cada uno hubo de cuidar de sí mismo, Custodio volvió a grabar al maestro, esta vez llevado por sus alumnos a la retaguardia mientras dejaba un rastro de sangre en la hierba. Ninguno de los padres de aquellos chicos podía haberlo hecho mejor.
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