La sala estaba casi colmada, cuando el disertante se ubicó frente al micrófono y saludó:
- “Buenas tardes, y bienvenidos. Hoy les quiero hablar de la Luz, pero una luz especial. Y voy a empezar con un ejemplo cotidiano: El sol sale para todos, pero no todos lo ven. Aún con los ojos abiertos y sanos, se puede estar tan ciego como para no notar que, desde la mañana se establezca un atardecer sólo para nosotros y en minutos nos invada la noche.”
El maestro, en sus charlas, utilizaba este tipo de metáforas y luego hacía un silencio. Pocos lo entendían. Algunos asentían con un movimiento de cabeza. Los más tímidos, tal vez mostraban una sonrisa aprobatoria, más por la vergüenza de decir “no comprendo”, que por verdadera recepción interior de tamaña enseñanza.
Y los maestros espirituales aparecen en cualquier recodo del camino, donde Dios nos quiera enseñar algo. No siempre son escritores o dan conferencias, ni caminan por la calle exhibiendo diplomas que los acrediten como tales. Van por la vida siendo ellos mismos, iluminando con su propia luz, y mientras más la entregan más tienen, porque se suma a la que reciben extra por estar en el camino del Amor.
Pero esto tampoco lo podrían deducir aquellos que miran hacia otro lado. Hacia el costado vacío de la vida, de la ambición que sólo va en pos de ese objetivo lleno de cosas. Objetos, poderes, prestigios, honores, influencias, pero nada de esencias. Todo lo aparente nos come lo verdadero. Y nos perdemos en la sinrazón de las razones terrenas. Hemos sido fagocitados por la indiferencia y el ego, pero creemos saber muy bien, qué es lo que debiera hacer el otro.
Todavía no nos conocemos, ni en un diez por ciento, y damos cátedras sobre la conducta que debiera regir al semejante.
Sin terminar de asimilar la primera lección, ya hemos cerrado la carpeta de apuntes de la consciencia. Nos graduamos por nuestra soberbia sin haber ingresado a la escuela…
El público esperaba el gran mensaje. Ese que le quite la responsabilidad de ser su propio guía. Alguien que les señale cuál es el sendero que se debe seguir, sin aceptar que lo debe trazar el propio paso.
Pero el maestro sabía que no basta con predicar la letra muerta. Hay que provocar con una idea viva, motivadora, esa que viene emergiendo de sus ancestros atemporales como alma, en proceso de elevación, una vez más, de paso por la Tierra.
Y soltó, como al pasar, las frases claves, no pensadas, sentidas, inspiradas, provocadoras: “No hay peor encierro que encontrarse perdido en la libertad de lo desconocido. No hay que temerle a las pruebas, al desafío, ni al dolor del tropiezo. Hay que rearmarse siempre. Abrigarse interiormente. Construirse un paraíso de paz en medio del páramo de las locuras.”.
Y se quedó unos minutos sin decir palabra. Esperando una pregunta, una reacción. Un eco a sus metáforas, como un pétalo luminoso de sabiduría que arrojaba al abismo de la oscuridad que afligía a sus oyentes.
De pronto, desde la mitad de la sala, un chico, levantó la mano y dijo:
- ¿Puedo decir algo?
- Sí, querido. ¿Qué querés preguntar?
- No. No es una pregunta, señor. Es una afirmación. “Yo sé que todo nos fue dado. Que buscamos afuera lo que ya tenemos en el corazón. Y por eso la gente está tan triste. Se perdió en su propia cueva oscura, buscando la lámpara que nunca encendió.”
El auditorio en pleno, exclamó algo. Monosílabos superpuestos, sutiles, como un murmullo. Casi un suspiro colectivo, que dividió los tiempos y las aguas, y las cabezas de las consciencias. Fue una conmoción, como una síntesis en voz baja, de ese grito de alerta que habían escuchado en la suave voz del niño.
Entonces, el maestro acercándose le preguntó:
- ¿De dónde vienes? Nunca te había visto antes en mis charlas.
- Es que sólo estoy las veces que hace falta. Pero no lo puedo explicar.
- Creo entender y aún así, me sorprendiste. No hay otros chicos aquí y la mayoría de los adultos no te vimos entrar.
- Eso es lo peor. No vemos lo que está presente. Por eso buscamos imposibles en el mañana, o resucitarlo del pasado. Es un viejo error de esta humanidad.
- ¿Has leído mucho sobre filosofía o metafísica?
- No me hace falta. Simplemente lo sé.
- Pero reconocerás que no es frecuente que un niño se exprese así.
- Tal vez porque no se los escucha. Siempre están diciéndole algo a sus mayores. Y después de un tiempo de no tener respuesta, se callan. No preguntan más ni comentan lo que sienten. Lo sufren para adentro y allí se les lastima el alma que debiera crecer cada día más sana, para avanzar y ayudar.
- Me parece muy interesante lo que decís. Gracias por estar aquí.
- No. Yo no doy nada especial. Sólo soy un espejo de lo que me viene de Arriba. Lo reflejo. Mi tarea en este mundo no es para recibir aplausos u honores ni buscar gratificaciones. Es sólo dar amor en cada acto. Y hoy mi acto es estar un rato aquí, con ustedes. Y ya está. Aquí estoy.
El salón empezó a cobrar otro color. Fue como si un haz de luz invisible, hiciera más evidente cada detalle. Las ventanas dejaban pasar un sol, que hace minutos no estaba. Las fragancias del jardín dieron un paseo por la percepción del olfato, uniéndose a esa música sutil, que el oído del alma empezaba a recibir, sin que hubiera ningún equipo electrónico emitiéndola.
Después de un instante, que unió en segundos la eternidad del universo con la limitación de lo terreno, el maestro volvió al frente de su auditorio y se acercó a un pizarrón.
La gente, de a poco, se fue concentrando en un dibujo que el disertante estaba empezando a esbozar. Era muy simple. Un grafismo similar a un número ocho, acostado y abierto, que cubrió una gran parte de la superficie. Luego con su tiza blanca, marcó una línea vertical que lo cruzó al medio y agregó el trazo horizontal equivalente para completar una cruz.
- ¡Símbolos! –dijo el maestro. Dos en uno. El infinito suele estar dividido como aquí, por lo superior y lo inferior. –y tocó la línea horizontal. También el hombre desaprovecha su vida entre el pasado y el futuro, ¿ven? –preguntó señalando la línea vertical. Pero no obstante el universo sigue su marcha hacia la eternidad del no tiempo, del no espacio. Como lo quise graficar con el signo alfa y la cruz. A veces nos quedamos en el tiempo muerto o imaginando el futuro, y en otras, sólo en lo terreno, por debajo de la línea de salvación. Entonces algo nos debe despertar. Como dice este chico, hoy. Y miró hacia el lugar de la sala donde había conversado con él…
No pudieron entender cómo ya no estaba. ¿Cuando salió, si la puerta de entrada al salón estaba a un metro del pizarrón y nadie la traspuso?
El conferencista, sin saber como explicar lo que acababan de vivir, dijo:
- Es un misterio. No tengo nada más que decirles. Es hora de irnos. Gracias.
Todos salieron en silencio. Nadie aplaudió. Cuando el maestro quedó sólo, tomó su carpeta llena de apuntes que tal vez no decían nada o que ya no servían y recorrió el salón. En el asiento del pequeño, y ahora invisible, mensajero, encontró un papel dorado doblado en forma de triángulo y al desdoblarlo se formó una estrella en la que se podía leer: “No te mueras desamparado y en el frío de tus días, arma una cabaña más allá de la noche.”
Puso ese mensaje en el bolsillo superior de su camisa, muy cerca del corazón. Cerró cuidadosamente la puerta del salón y se fue meditando. Sin darse cuenta… quedó una luz encendida. Pero eso ya no sorprende a nadie. Todos podemos tener un “olvido”.
Desde el inicio de esta nota, sé que a muchos les molesta y verán como una utopía lo
que pienso proponer, pero como muchos utópicos consiguieron su
propósito y cambiaron al mundo, yo lo intento. Es probable que el título
sea fuerte, pero más fuerte es el dolor de ver a un hijo, con una
herida o quemadura importante, arriesgando hasta su propia vista por un
elemento de pirotecnia en manos de un inconsciente, que puede ser el
mismo chico, por inexperiencia en la manipulación del fuego. Ya escribí,
hace unos años, un comentario similar que se difundió por el mundo, al
que titulé: “El ruido no es alegría”. Porque los explosivos,
sean de la magnitud que sean, lastiman los oídos y nos colocan una
expresión fea y de molestia en el rostro. Y esta aseveración se puede
extender al fuego, donde diría: “El fuego no es para festejar”.
No somos indios primitivos, alrededor de una hoguera, invocando falsos
dioses o verdaderos según sus creencias ideológicas. Debiéramos ser
habitantes cultos de ciudades desarrolladas y con plena consciencia de
los riesgos que implica toda imprudencia. No es nada gratificante pasar
la Navidad con un hijo, incluso un adulto, a quien atendieron de
emergencia en plena Nochebuena, por una herida o quemadura que lo sacó
del festejo, para subirlo urgente a un automóvil, mientras lloraba de
dolor e impotencia.
¿Qué hace falta para dejar de
usar esas porquerías? No alimentemos al necio que las comercializa. Es
un negocio infame de los fabricantes. Un delito, a veces encubierto,
porque en él se incluye, muchas veces, la fabricación clandestina en
casas particulares o talleres precarios, y por ende, el aumento del
riesgo en su uso. Ningún elemento de la pirotecnia es seguro. Ninguno nos protege de un potencial daño.
Pero siguen vigentes, expuestos en mesas sobre las veredas de cualquier
kiosco o negocio. Porque los adultos lo permitimos al no tomar cartas
en el asunto para prohibirlos definitivamente.
Cambiemos costumbres regalando juguetes, libros para pintar o leer, cualquier cosa inofensiva, y según las edades. Hasta es preferible una simple golosina, como símbolo de amor a Jesucristo o el Ser Superior que se respete y venere en esa familia. Puede ser otro día del año, recordando a Moisés, Alá, Melquisedec, Amon Ra, Zeus, no importa. Lo que es inteligente es celebrar con alegría, previniendo. Con la familia sana, protegida, feliz. Y cuando me refiero a la prevención, también incluyo, por supuesto, a los recaudos a tomar por quienes son simples espectadores y no encienden, ellos mismos, los fuegos artificiales, pero están cerca, a tiro, a distancias imprudentes, donde puede estallar el explosivo con las nefastas consecuencias que acabo de describir.
No repitamos idioteces, ignorancias, negligencias, violencia tácita. Celebremos las próximas fiestas con la prudencia y la sensatez, que tendríamos que mostrar, como ejemplo, precisamente a nuestros hijos. Un festejo puede ser con agua o con sidra, nunca debe serlo con sangre. Haya Paz, Salud y Alegría. Los bienes mayores de esta vida.
Cambiemos costumbres regalando juguetes, libros para pintar o leer, cualquier cosa inofensiva, y según las edades. Hasta es preferible una simple golosina, como símbolo de amor a Jesucristo o el Ser Superior que se respete y venere en esa familia. Puede ser otro día del año, recordando a Moisés, Alá, Melquisedec, Amon Ra, Zeus, no importa. Lo que es inteligente es celebrar con alegría, previniendo. Con la familia sana, protegida, feliz. Y cuando me refiero a la prevención, también incluyo, por supuesto, a los recaudos a tomar por quienes son simples espectadores y no encienden, ellos mismos, los fuegos artificiales, pero están cerca, a tiro, a distancias imprudentes, donde puede estallar el explosivo con las nefastas consecuencias que acabo de describir.
No repitamos idioteces, ignorancias, negligencias, violencia tácita. Celebremos las próximas fiestas con la prudencia y la sensatez, que tendríamos que mostrar, como ejemplo, precisamente a nuestros hijos. Un festejo puede ser con agua o con sidra, nunca debe serlo con sangre. Haya Paz, Salud y Alegría. Los bienes mayores de esta vida.
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