domingo, 23 de diciembre de 2012

EL BLOC DEL CARTERO HOMO VIDENS,/ LA CARTA DE LA SEMANA NO COMPRES ESE PERRO,.

TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO HOMO VIDENS:

Partiendo de aquella observación cruel y atrozmente verídica de Ortega y Gasset en La rebelión de las masas -«Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera»-, Giovanni Sartori escribió hace algunos años un celebrado ensayo, Homo videns, en el que afirmaba que la televisión había logrado universalizar este «derecho a la vulgaridad», convirtiendo al Homo sapiens, un ser caracterizado por la capacidad reflexiva, en una criatura pegada a una pantalla, que mira pero no piensa, sometido a un bombardeo incesante de imágenes que, poco a poco, van erosionando su discernimiento, hasta que finalmente el mundo se le torna ininteligible. Así, sostenía Sartori, caminamos hacia una sociedad teledirigida, una masa de individuos solitarios, sometidos a un bombardeo audiovisual que se configura como nuevo y apabullante poder. Aunque Sartori contemplaba la emergencia invasora de las redes de comunicación cibernéticas, su ensayo dirigía sus dardos, sobre todo, hacia la televisión, instrumento que consideraba estragador para las mentes: «Mientras la realidad se complica [...], las mentes se simplifican y nosotros estamos cuidando a un video-niño que no crece, un adulto que se configura para toda la vida como un niño recurrente [...]. Nos encontramos ante un demos debilitado, no solo en su capacidad de tener una opinión autónoma, sino también en clave de pérdida de comunidad».
Esta debilitación del demos que propiciaba la televisión, mediante la disolución de los vínculos comunitarios y la conversión del adulto en un niño recurrente, alcanza su apoteosis con el desarrollo de las «redes de comunicación cibernética», que Sartori solo pudo llegar a vislumbrar parcialmente. En estas últimas semanas, he viajado mucho en tren, convertido en un buhonero de la literatura, para promocionar la salida de mi nueva novela; tal vez porque soy un hombre pretecnológico que solo recurre al ordenador cuando le resulta estrictamente imprescindible, lo que he visto en estos viajes me ha provocado un desasosiego mayor. En alguno de estos viajes, he sido el único pasajero que no estaba engolfado delante de una pantalla: ordenadores portátiles, tabletas, iPhones y demás artilugios cuyo nombre se me escapa; y había muchos viajeros que no levantaban la vista en todo el trayecto de la pantalla, que toqueteaban nerviosamente, como prestidigitadores que repiten una y otra vez el mismo truco archisabido. De nada servía que a través de la ventanilla se pudiese disfrutar del más hermoso de los paisajes, o que el asiento contiguo lo ocupase una bella muchacha (que, sin embargo, se protegía contra el palique, atrincherada a su vez en su pantalla táctil); nadie despegaba los ojos de su cacharrito, hasta que, a través de la megafonía del tren, se anunciaba la llegada a su destino.
Al principio, pensé que quienes tan ensimismados estaban en sus respectivos artilugios trataban de apurar las horas completando algún trabajo que no admitía dilación; pero lo cierto es que no era así: había quienes veían videos o películas (seguramente pirateadas), había quienes tuiteaban compulsivamente, había quienes navegaban por Internet recalando en los sitios más variopintos, había quienes fingían leer (pero era la suya una lectura premiosa, estrangulada por su propia nerviosidad), había quienes contestaban correos electrónicos a troche y moche, había quienes jugaban a los marcianitos. Y, a cada poco, acariciaban la pantalla con sumario desdén o hastío, arrojando al limbo del ciberespacio las imágenes o textos que un segundo antes los mantenían embebidos, para embeberse en otros, en una sucesión bulímica, mientras los dedos se les hacían huéspedes. Me sentí intimidado, muy embarazosamente intimidado, como cuando nos vemos en mitad de una fiesta a la que hemos acudido por error, rodeados de gentes que no conocemos, vestidos además de forma inadecuada. Era como estar en medio de una 'multitud solitaria', en el corazón de una pesadilla. Cuando el tren atravesaba un túnel, las pantallas de los cacharritos adquirían una fosforescencia pálida todavía más perturbadora.
Yo no sé adónde nos llevará esta fascinación tecnológica que nos ha convertido en criaturas pegadas a una pantalla. Sé, desde luego, adónde nos quieren llevar; pero todavía confío en la capacidad lastimada, maltrecha, reducida a añicos del hombre para escapar de las cárceles amenísimas que le han diseñado, las cárceles donde se debilita su humanidad, mientras el mundo se hace más y más ininteligible.

TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA NO COMPRES ESE PERRO,.

No seas imbécil. Ni desaprensivo. No hagas posible que dentro de unos meses algunos te mentemos a la madre al cruzarnos con el resultado ...

No seas imbécil. Ni desaprensivo. No hagas posible que dentro de unos meses algunos te mentemos a la madre al cruzarnos con el resultado de tu indiferencia y tu estupidez. Piénsalo mucho antes de dar el paso irreversible; de complicarte una vida que luego pretenderás solucionar por el camino más fácil. Aún puedes evitarlo. Impedir que te despreciemos, e incluso despreciarte a ti mismo cuando te mires en el espejo. Ya sé, de todas formas, que el autodesprecio es relativo. Tarde o temprano, hasta con las mayores atrocidades en la mochila, siempre nos las apañamos para ingeniar coartadas, justificaciones. Conozco a pocos que, hagan lo que hagan -desde faenas elementales hasta cargarse al prójimo-, no acaben durmiendo a pierna suelta tras unos pocos ejercicios de terapia personal. Aun así, permite que te lo explique antes de que ocurra, primero, y después se te olvide. Resumiendo: intenta no convertirte, innecesariamente, en un hijo de la gran puta.
Sé que tus niños quieren un perro. Que les hace una ilusión enorme y te dan la matraca desde hace mucho. Que tu hija, por ejemplo, te hace babear cuando te abraza y pide una mascota. O que te acabas de separar de tu legítima, y crees que regalándole al crío un animal, y paseando con él los fines de semana, podrás recuperar el terreno perdido, o no perderlo en el futuro. Hay mil razones, supongo. Un montón de circunstancias por las que has pensado comprar un perro estos días, para tus hijos. O para tu mujer. Tal vez para ti mismo. Un perro en casa, por Navidad.
Déjame contarte, porque de eso sé algo. He tenido cinco perros, así que calcula. Y no hay nada en el mundo como ellos. No hay compañía más silenciosa y grata. No hay lealtad tan conmovedora como la de sus ojos atentos, sus lengüetazos y su trufa próxima y húmeda. Nada tan asombroso como la extrema perspicacia de un perro inteligente. No existe mejor alivio para la melancolía y la soledad que su compañía fiel, la seguridad de que moriría por ti, sacrificándose por una caricia o una palabra. He dicho muchas veces que ningún ser humano vale lo que un buen perro. Cuando uno de nosotros muere, no se pierde gran cosa. La vida me dio esa certeza. Pero cuando desaparece un perro noble y valiente, el mundo se torna más oscuro. Más triste y más sucio.
Es muy posible, naturalmente, que aciertes. Que, tras pensarlo bien, tomes la decisión y asumas las consecuencias con feliz resultado. Que comprar un perro para tus hijos, para tu mujer o para ti sea un acierto. Que su compañía cambie vuestra vida para bien. Que os haga más conscientes de ciertas cosas. A menudo, un perro acaba haciéndote mejor persona. Te hace sentir cosas que antes no sentías. Sin embargo, no siempre es así. Un perro en el lugar inadecuado puede volverse un drama. Una incomodidad para ti y los tuyos. Y una tragedia para él.
Permíteme imaginar lo que podría ocurrir. Que vayas a la tienda, elijas a un perrito delicioso, y eso te valga gritos de alegría y besos familiares. No hay nada tan simpático como un cachorrillo. Al principio todo serán incidentes graciosos y situaciones tiernas. Luego, si vives en piso pequeño o lugar inadecuado, las cosas pueden ser diferentes. Un perro exige cuidados, gastos, paseos, limpieza, comida. No aparece y desaparece cuando conviene. Es un miembro de la familia con derechos y necesidades, que exige pensar en él cuando se planean vacaciones, e incluso una simple salida al cine o a un restaurante. A eso añádele la educación. Un perro mal educado puede convertirse en una pesadilla familiar y social. Además, cada uno, como las personas, tiene su carácter. Punto de vista y maneras. Eso exige un respeto que no todos los humanos somos capaces de comprender.
A estas alturas, sabes dónde voy a parar. Si eres de esa materia miserable de la que estamos hechos buena parte de los seres humanos, acabarás abandonándolo. Un viaje en coche a un campo lejano, una gasolinera, una cuneta. Abrir la puerta para que baje y seguir tu camino, acelerando sin atender los ladridos del chucho que correrá tras el automóvil hasta quedar exhausto, desorientado, incapaz de comprender que su mundo acaba de romperse para siempre. El resto no hace falta que lo detalle, pues lo sabes de sobra: él nunca lo haría, y todo eso. Los niños preguntando dónde está el perrito, papi, y tú oyendo aún esos ladridos que dejabas atrás. Avergonzado de ti mismo, o tal vez no. Ya dije antes que un rasgo del perfecto hijo de puta es arreglárselas para que sus actos acaben por no avergonzarlo en absoluto. Así que voy a pedirte un favor. Por ti, por mí, por tus hijos. Antes de ir a la tienda de mascotas esta Navidad, mírate al espejo. Y si no te convence lo que ves, mejor les compras un peluche.

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