domingo, 16 de diciembre de 2012

CARTA DE LA SEMANA ALMERÍA UNA TIERRA DE CINE./ BLOC DEL CARTERO MENÉNDEZ PELAYO,.

TÍTULO:CARTA DE LA SEMANA ALMERÍA UNA TIERRA DE CINE.

 Recientemente se ha celebrado en Almería el XI Festival Internacional ... de esta sugerente y hermosa tierra con el cine y todo lo que le cuelga.

Recientemente se ha celebrado en Almería el XI Festival Internacional de Cortometrajes Almería en Corto. Ello ha vuelto a evidenciar, de nuevo, la vieja relación de esta sugerente y hermosa tierra con el cine y todo lo que le cuelga. Al desierto de Tabernas, paisaje fascinantemente áspero y lunar, a treinta escasos kilómetros de la capital, llegaron directores de películas del Oeste y comprobaron que no hacía falta ir a Arizona para rodar un wéstern: en el sur de España, con tiempo agradable y costes infinitamente inferiores, se podía rodar en un escenario verosímil cualquier batalla entre indios y vaqueros. Así, en los sesenta, todo el que quería filmar confortablemente su película se acercó a una provincia aún por descubrir en todos los sentidos. Samuel Bronston abrió la puerta cuando rodó El Cid y, al poco, David Lean aupó el nombre de Almería mediante el rodaje de Lawrence de Arabia. La magistral película que encumbró a Peter OToole comenzó a rodearse en Jordania y continuó en Sevilla, pero fue en el paraje almeriense donde intensificó el trabajo, fundamentalmente en el cabo de Gata y en el Algarrobico. Y tras ella vino Cleopatra y, tras Cleopatra, los italianos, los Sergio Leone y compañía que filmaron a Clint Eastwood cualquiera de sus duras apariciones en el celuloide. Pocos saben, por ejemplo, que 2001: Una odisea del espacio aprovechó el aspecto lunar de Tabernas para representar la Luna en una de las imágenes que se aprecian desde la ventanilla de la nave espacial. Y no todos recuerdan que aquel gran éxito llamado Patton, nada menos de siete Óscar, fue escenificado en el cabo de Gata y en la misma capital, concretamente en la hoy bellísima plaza de la Catedral, donde metieron tanques y lo que hiciera falta. O que Conan el Bárbaro, con Schwarzenegger al frente, eligió escenarios como la rambla Aguadulce, o la cueva de Roque, o Almerimar. En Almería también se rodó una buena parte de Nunca digas nunca jamás, la última de la serie de James Bond que protagonizó Sean Connery y que tuvo como fondo los palmerales, alguna carretera y la propia Alcazaba. Los seguidores de la serie de filmes de Indiana Jones saben, a buen seguro, que una de esas películas supuso que Steven Spielberg se enamorara de la provincia y declarara que no había conocido mejores parajes para hacer cine. Ocupó media provincia y media capital, desde Aguamarga y Rodalquilar hasta la Escuela de Artes y Oficios. Y Harrison Ford se lució, claro. Como se lucieron todos los grandes actores que llegaron a trabajar en ese lugar en el que la luz tiene otra intensidad: Jack Nicholson, John Lennon, Gene Hackman, Lauren Bacall, Charlton Heston, Anthony Quinn, Richard Burton o un magnífico Omar Shariff, que a sus ochenta años tiene un aspecto sencillamente espectacular y que paseó recientemente por la Plaza Vieja de la ciudad causando asombro y recogiendo afectos. La lista es larga e intensa, como pueden imaginar.
Fue una desgracia que, en su día, no se edificasen unos estudios en la provincia que aprovechasen el tirón de los primeros años casi industriales. En la década de los sesenta se rodaron cerca de 150 películas, lo cual invitó a que se soñase con una estructura estable que hoy habría permitido capitalizar e industrializar un maná caprichoso como el cinematográfico, pero no pudo ser, no sé bien por qué, y no se consolidó el negocio. Afortunadamente prosperó el cultivo extratemprano, y los pepinos y los tomates salieron en estampida hacia todos los mercados españoles y europeos, y el paisaje desolador de la emigración cambió por el plástico bajo el que se incorporó a los que llegaban a trabajar y a colaborar en hacer de la provincia una de las más prósperas de España. Hoy, los tomates marroquíes, más baratos y mucho más malos, amenazan a los agricultores del Poniente y del Levante y a la venta de un producto que le ha dado al colectivo almeriense unos dividendos de película. Esperemos que encuentren solución, aunque difícil se me antoja. Entretanto déjese caer por cualquiera de los parajes de esta tierra nuestra tan hermosa, donde el tiempo se ha detenido; observe sus parajes, sus costas, y compruebe que son como fueron, algún día, las orillas de otros lugares. Lléguese a Almería y vuelva a creer. Una tierra de película, en corto o en largo.

TÍTULO: BLOC DEL CARTERO MENÉNDEZ PELAYO,.

Extraño destino el de Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912), de quien en este año que ahora concluye se celebra el centenario de su fallecimiento. Titán de la erudición, hombre millonario de lecturas, polígrafo insomne, de una penetración intelectual sin límites, fue sin duda el español más culto de su tiempo; y, desde entonces, no creo que haya habido nadie que pueda desatarle la correa de las sandalias. Escribió una obra que le proporcionó fama de «martillo de herejes», Historia de los heterodoxos españoles, en la que se propuso demostrar que la religión católica era el principio espiritual que había infundido carácter y energía a la cultura española a lo largo de los siglos; y solo por esto se granjeó la enemiga de los intelectuales a la violeta, que, como corresponde a los espíritus chiquitos, se dedicaron desde entonces a denigrarlo. Así hasta llegar a nuestros días: todavía está reciente el intento de remover la estatua que le fue erigida en la Biblioteca Nacional, de la que fue director, bajo un gobierno de izquierdas; y en este año de su centenario, bajo un gobierno de derechas, su inmensa figura apenas ha sido reivindicada.
Por estímulo del maestro Miguel Ayuso, que me invitó a participar en una jornada de homenaje a Marcelino Menéndez Pelayo celebrada en el Instituto CEU de Estudios Históricos, me he engolfado en la lectura de dos obras admirables -e inconclusas- del polígrafo santanderino, Historia de las ideas estéticas en España y Orígenes de la novela. A la segunda, que propone un estudio de todas las obras narrativas anteriores a Cervantes, le falta el tomo dedicado a la novela picaresca, que don Marcelino se aprestaba a escribir cuando lo sorprendió la muerte. De la primera solo llegó a publicar los cuatro primeros volúmenes, que constituyen una impresionante zambullida en las corrientes estéticas y en las teorías filosóficas que las sustentaron, desde la noche de los tiempos hasta el romanticismo francés; se calcula que su plan era escribir al menos otros cuatro volúmenes, dedicados a historiar el pensamiento estético y sus diversas plasmaciones literarias durante el agitado y fecundo siglo XIX español, así como a un tratado último en el que exponer sus preocupaciones personales. Pero las mil y una ocupaciones en las que andaba inmerso, y tal vez el temor a provocar las iras de sus contemporáneos, lo apartaron de este designio.
Así y todo, la lectura de estas obras es una experiencia intelectual pasmosa. Menéndez Pelayo escribe maravillosamente, con un estilo lleno de brío retórico que nunca se hace pomposo; y su visión de la literatura y del pensamiento es siempre periscópica, alimentada por un número abrumador de lecturas y capaz de poner en relación obras que a nadie sino a él se le habría ocurrido vincular. La grandeza de ánimo del autor es también infrecuente: redime del olvido a autores que yacían postrados en el desván de los armatostes inservibles durante siglos; los pule y abrillanta, hasta tornarlos apetecibles a los ojos del lector contemporáneo; y se esfuerza por penetrarlos hasta su misma médula, de tal modo que su paseo por las geografías del pasado no es el del guía de un museo, que se limita a exponer cansinamente un aluvión de erudiciones postizas y epidérmicas, sino la inmersión del buzo que prueba a fundirse con el medio en el que se desenvuelve. Y así, podemos encontrar en sus páginas un estudio de La Celestina sin parangón posible, lleno de observaciones perspicaces y atinadísimas; o una síntesis de la filosofía de Hegel de quien llega a escribir, proféticamente, que es el nuevo Aristóteles en verdad iluminadora. Lo más llamativo de Menéndez Pelayo -en contra de la imagen caricaturesca que los intelectuales a la violeta nos han legado de él- es que se trata de un autor extraordinariamente simpático, capaz de reconocer los méritos y la grandeza de autores que se hallan en las antípodas de su pensamiento.Si algo le podemos reprochar a Menéndez Pelayo es, precisamente, la ausencia de una crítica sistemática que filtre y decante ese caudal inmenso de lecturas: diríase que en él pesase más la admiración rendida ante aquellos gigantes del pensamiento que convoca en sus páginas que la revisión de su obra a la luz del pensamiento católico.
Pero a Menéndez Pelayo le colgaron un sambenito; y, como España es país camastrón y perezosote, el centenario de este monstruo de la naturaleza ha pasado casi inadvertido. Caiga sobre sus promotores y consentidores eterno oprobio.

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