TÍTULO: EL TRASTORNO QUE SORPRENDIÓ A LOS PSICÓLOGOS.
El trastorno que sorprendió a los psicólogos
Se cumplen 40 años desde que un atraco a un banco diera origen al 'síndrome de Estocolmo'
Hace cuatro décadas que Suecia vivió un misterioso y
extraño secuestro que rompió con todos los manuales escritos hasta la
fecha, e instauró un nuevo término en el lenguaje psicológico: el
'síndrome de Estocolmo'. El 23 de agosto de 1973 la tranquila ciudad
nórdica vio alterado su día a día. El banco Kreditbanken, en pleno
centro, fue asaltado por Jan-Erik Olsson, quien armado con una pistola
automática tomó a cuatro empleados como rehenes y exigió tres millones
de coronas suecas, un vehículo y dos armas. «Los rehenes se pusieron más
o menos de mi parte, protegiéndome en algunas situaciones para que la
policía no me matara», recuerda Olsson a AFP.
En el momento del atraco Olsson disfrutaba de un permiso
penitenciario. «Bajaron incluso a los baños, y la policía quería
mantenerlos allí, pero regresaron», añade. Justo entonces comenzaron las
negociaciones entre el atracador y la policía. El secuestrado consiguió
que sacasen de la cárcel a uno de los criminales más peligrosos del
país, el atracador Clark Olofsson. En ese momento Olsson irrumpió de
manera espectacular y dijo: «¡El partido apenas ha comenzado!». Durante
cinco días, Suecia y todo el mundo permaneció pendiente de la televisión
a la espera de que el secuestro terminase sin ningún herido. «Se podía
ver el miedo en sus ojos. Solo quería asustarlos. Nunca fui condenado
por nada particularmente violento», subraya. La angustia vivida en aquel
banco dio paso a sensaciones menos conocidas por los psicólogos.
Una rehén, Kristin Enmark, explicó tras la experiencia que
en ningún momento tuvo temor por lo que Clark podía hacerles. Confesó
que tenía miedo por la Policía. «¿Ustedes comprenden? Créanme o no, pero
aquí hemos pasado muy buenos momentos», dijo. Al igual que ella,
durante el proceso judicial el resto de secuestrados se mostraron
reticentes a testificar contra los que habían sido sus raptores. Este
comportamiento fue lo que originaria el 'síndrome de Estocolmo', creado
por un psiquiatra estadounidense, Frank Ochberg. En estos casos la
víctima y el autor establecen una relación y un vínculo especial que
tiene como objetivo común salir ilesos del incidente.
Este síndrome se define en tres criterios: atracción,
incluso amor del rehén por su secuestrador; reciprocidad de parte de
este y finalmente desprecio de ambos por el mundo exterior.
Las tomas de rehenes comienzan por lo regular de manera
brutal, con rehenes totalmente paralizados que solo piensan en la
muerte. «Muy pronto se les niega el derecho a hablar, a moverse, ir al
baño, y comer. Luego se les ofrece esas posibilidades, y cuando las
obtienen experimentan lo que se siente cuando somos recién nacidos y
cercanos a nuestra madre», explica Ochberg. Quienes son más vulnerables a
sufrir este síndrome son aquellas personas que han sido víctimas de
algún tipo de abuso, como rehenes, miembros de sectas, niños abusados
psíquicamente, víctimas de incesto o prisioneros de guerra o campos de
concentración.
Para superar el trauma vivido, la víctima debe tener un
tratamiento terapéutico así como acudir a un especialista que le
administre los fármacos. El pronóstico para la recuperación generalmente
es bueno, sin embargo, el tiempo de recuperación varía dependiendo de
la situación anterior al secuestro de los rehenes, el tiempo que han
permanecido encerrados, y la manera de afrontar la recuperación.
Además del secuestro que dio nombre al síndrome, muchos han
sido los casos que han ocurrido desde entonces. En 1974, Patricia
Hearst, nieta del magnate de la comunicación estadounidense, William
Randolph Hearst, fue secuestrada por el Ejército Simbiótico de
Liberación, un grupo californiano que abogaba por una revolución
socialista y el sexo libre. Tras cumplir con las exigencias planteadas
por los secuestradores no hubo noticias suyas hasta que fue detenida dos
meses después junto a otros miembros de la guerrilla intentando robar
un banco. Otro ejemplo que sorprendió al mundo fue la captura de las
trabajadoras humanitarias italianas Simona Tortea y Simona Pari, en
2004, por parte de un grupo armado de rebeldes en Irak. Al ser liberadas
declararon que sus captores las trataron con cuidado, incluso
respetando los hábitos alimenticios vegetarianos de una de las rehenes y
las condiciones de salud de la otra.
Una de las últimas víctimas de este síndrome ha sido la
austriaca Natascha Kampusch. En 2006 fue rescatada después de permanecer
retenida durante ocho años, y al conocer la muerte de su captor rompió a
llorar. «Una vez liberada la persona, puede sentirse más allegada a su
secuestrador que de quienes eran sus amigos y su familia antes», comenta
el psiquiatra Ochberg. Aún hoy, quienes sufrieron el encierro en el
banco de Estocolmo manifiestan que se sintieron más aterrados por lo que
la policía podía hacer que por los ladrones.
TÍTULO: LAS MADRES HACEN TOPLESS.
Dos mujeres toman el sol en una playa de Sidney./ Reuters
Érase una vez en Saint Tropez, en una década –la de los
sesenta– marcada por una revolución sexual que consumarían el descaro de
Serge Gainsbourg, los gemidos orgásmicos de Jane Birkin y un himno
atemporal, la controvertida 'Je t’aime...moi non plus' que el Vaticano, a
través de las páginas de 'L’Osservatore Romano', condenó taxativamente
por obscena. Sí, los tiempos, como cantaba Dylan, estaban cambiando.
Pasito a pasito. Al menos en la superficie.
Mientras las feministas estadounidenses emplazaban a las
mujeres a quemar sujetadores y corsés frente a la sede del concurso de
Miss América como lúcida acción de protesta para poner en evidencia su
«cosificación» en una sociedad paternalista y patriarcal, Brigitte
Bardot, que ya había sido elevada a la categoría de mito erótico del
séptimo arte gracias a su papel en 'Y Dios creó a la mujer', se
convertía en el objetivo de los flashes durante la inauguración del
hotel Byblos, más tarde un icono del glamour y el desenfreno de la Costa
Azul francesa. La actriz parisina, mucho antes de erigirse en defensora
de los animales y solicitar la nacionalidad rusa como su compatriota
Gérard Depardieu, popularizó el topless para la eternidad al bañarse con
el pecho al descubierto en la Plage de Tahiti, en la bahía de
Pampelonne, la primera playa nudista de Europa. Corría el año 1967 y los
grupos estudiantiles vinculados a la izquierda pronto montarían en
cólera contra sus gobernantes.
Hoy, en pleno siglo XXI, parece haberse diluido el
significado de aquello que pretendía ser un acto de rebeldía de amplia
repercusión social. Como objeto de museo sólo persisten las tarjetas
postales que muestran a las francesas ligeritas de ropa y, en el litoral
galo, el topless lo practican única y exclusivamente las turistas
rusas. Una oleada de conservadurismo severo arropa a las nuevas
generaciones cuando sus progenitores –¡incluso sus abuelos!– creían
haber superado una larga retahíla de vetos, coerciones y estereotipos.
Nuestro 'trending topic' cultural es la 'nueva modestia' y
las jovencitas veinteañeras se sienten incómodas ante el arrojo de unas
madres que mucho tuvieron que luchar para enarbolar la bandera de la
libertad.
La sociedad perfecta
«Ni la influencia de la Iglesia, ni el empeño por
protegerse del sol y evitar el riesgo del cáncer de piel son motivo
suficiente para explicar estas conductas reaccionarias», sostiene
Fernando Martín, un especialista en sociología de la sexualidad al que
intriga el comportamiento de estas adolescentes tan proclives al rubor y
el decoro.
Tal vez sea el signo de los tiempos pero, según su
criterio, «somos testigos de un regresión en toda regla a valores más
firmes y seguros, en numerosas ocasiones con una clara orientación
familiar». No se engañen: la muchachada no pretende empuñar ese
nacionalcatolicismo que sentenció a la mujer a representar jornada tras
jornada el papel de la ama de casa cauta y mesurada. «Simplemente,
abogamos por la decencia pública como estilo de vida».
Esta obsesiva preocupación por la discrección la suscitan
también, a juicio del experto, los cánones de perfección cimentados por
la actual sociedad de consumo. La tiranía de las 90-60-90. «La difusión
de patrones de belleza irreales en los medios de comunicación ha
generado un culto al cuerpo enfermizo. Si no se cumplen las
expectativas, nos forramos de pies a cabeza. Y si satisfacemos la pauta,
nos molestan las miradas y las sonrisas picaronas». Ahora bien, ¿cómo
hemos llegado hasta este punto del relato?
A finales del siglo XIX irrumpió tímidamente el primer
bañador. O, más bien, «una prenda revolucionaria» que, dotada de camisa,
pantalón y calcetines, promovía que algunos pioneros pudientes
disfrutasen de las aguas del Mediterráneo con una suerte de pijama que
cubría completamente la piel. Todavía en 1920 era un atuendo que pocas
tiendas comercializaban, ningún escaparete exponía y, salvo los
aventureros que se atrevían a vencer el pudor, rara vez se utilizaba.
La evolución estética de la moda, la transformación de la
industria textil y, por supuesto, las ansias de independencia de una
ciudadanía fuertemente reprimida y vigilada, favorecieron que esta
indumentaria destinada al ocio lúdico fuese accesible para todos los
bolsillos. Especialmente los de aquellos que ya no sentían vergüenza a
la hora de mostrar el cuerpo en todo su esplendor. Entonces, la
marabunta arrasó los pilares de la estricta moral puritana.
...Y Gerence creó el monokini
En 1964, el diseñador austríaco-americano Rudi Gerence
lanzó un traje de baño en topless que denominó 'monokini'. Tan simple
como una pieza inferior con dos tirantes que dejaban los senos al
descubierto. En su primera temporada se vendieron 3.000 unidades a un
precio de 24 dólares. Con él explotó el escándalo: acoso sexual,
violencia explícita, manifestaciones masivas contra su uso y países
bienpensantes que lo censuraban a la mínima de cambio –cuando no se
trataba de una prohibición sin cortapisas, caso de Estados Unidos–.
El alcalde de Nueva York emitió la orden de arrestar a
cualquier mujer que cometiese la imprudencia de «estimular» a la
muchedumbre con tamaña provocación. En Chicago, a 1.200 kilómetros de la
ciudad que nunca duerme, una modelo de 19 años hizo frente a una multa
de 100 dólares. Lo que podría haber pasado a la posteridad como una mera
anécdota obtuvo una sorprendente resonancia mediática y logró que la
prensa facilitase el trabajo de márketing al taller de Gerence, que en
los ochenta intentó repetir la gesta con el ‘pubikini’ –en efecto, un
prototipo con ínfulas de transgresión que exhibía el vello púbico–.
Quizás el invento vivió su particular canto del cisne en la paradisíaca
Quintana Roo, mas fue un rotundo fracaso.
El 'milagro' del elastano –la lycra, para los no versados
en las bondades de este descubrimiento capital– causaría furor y los
habitantes de este planeta comenzaron a disfrutar de las cosas «pequeñas
y extravagantes», que diría una popular revista de tendencias, pero
algunos tabúes aguardaban pacientemente a la vuelta de la esquina un
retorno a las viejas costumbres. Ahora somos tan rematadamente recatados
y virtuosos para los menesteres públicos que la doble moral de los
crápulas que deambulan por la agencia de publicidad de 'Mad Men' no nos
resulta tan remota.
No hay comentarios:
Publicar un comentario