martes, 3 de septiembre de 2013

UN MECHÓN DE ARENA,./ EL RARO VERANO DE LOS ALBA,.

TÍTULO; UN MECHÓN DE ARENA,.

Todas las tardes hacíamos el amor con las ventanas abiertas al rumor del mar y la brisa. Había un ventilador de aspas demasiado viejo y ya sin función junto a nuestros cuerpos desnudos. Había tres ventanas por las que se filtraba el favor del mar y el viento movía las cortinas mientras le recorría el cuerpo de la ceca a la meca sin pensar en nada y sin otra preocupación que no fuera ella y su cuerpo desnudo. Así era todos los días hasta el atardecer, cuando el sol caía, el viento amainaba y ella se iba, dejando un mechón de arena en el suelo y un reguero de espuma de mar en la penumbra tibia de la tarde. Aquel verano y en aquella habitación, todo me sabía a mar.
La había conocido en la misma playa, en un noche tan llena de estrellas como de excesos. Al llegar la madrugada iba tan colocado que ella surgió de la nada en mitad de la noche y me pareció que era una sirena venida del medio del mar, pero su saludo a quemarropa no dejó lugar a dudas:
- No te importa quién soy ni de dónde vengo, yo solo quiero acostarme contigo. Mañana, antes de que despiertes, me habré ido y así creerás que todo fue un sueño.
No sé si se desnudó en un momento o es que llegó desnuda, pero al cerrar la puerta y darme la vuelta, me encandiló el fogonazo de su cuerpo sin nada y la sombra agreste de su sexo desnudo, resplandeciente y más negra que el otro negro de la noche. Pensé que era la mujer más hermosa que nunca tuve en mi cama, y entonces lo supe: no iba a ser un sueño, sino una condena.
Una resaca de campeonato me arponeaba la cabeza al día siguiente, cuando desperté con el sol ya alto y la ausencia de su cuerpo en la cama. No recordaba su cara, ni cuándo se había ido, pero sí el cono enhiesto de sus pechos pequeños, como sombreros mandarines que mirasen al techo, y la corona de sus pezones hermosos y casi tan grandes como el mismo pecho; también el fulgor de sus manos en mi empinadura, el olor a algas de su pelo en mi pecho y el otro olor a sal en su espalda, sus caderas poderosas de ánfora griega y todo su cuerpo. Moría de deseo y supe así que el exceso de deseo no se parece al placer, sino al amor: también tiene espinas.
Al día siguiente, un mechón de arena y un reguero de espuma de mar perlando el suelo me confirmaron que ella había estado allí, pero no supe si era real o un regalo del mar con olor a sal y sargazos que había aparecido en mitad de la noche.
Era real, o eso pensé cuando esa misma tarde la vi en mi cabaña al darme la vuelta. No supe cómo había entrado, pero estaba allí y estaba desnuda. La cascada del pelo le tapaba parte del cuello, pero no el sol de sus pezones hermosos, rodeados de un mar de piel muy blanca, casi nupcial, y sin mancha alguna hasta llegar al triángulo agreste del sexo:
- Vendré todas las tardes este verano, pero tú tómame como si hoy fuera la última- me dijo.
- Creía que eras una sirena. Sé que existes, pero no me parece que seas de verdad- le dije.
- Pues cómeme como si fuera un pez- me dijo ella sobre un charco de corales rojos en la albura de la cama.
Fue el principio de una costumbre que había de durar todo el verano. Nunca supe su nombre, ni qué hacía en mi vida ni de dónde vino, pero su presencia fue un regalo del mar que aproveché cuanto pude sabiendo que aquel no era un momento más, sino uno para siempre. Todas las tardes aparecía de repente como salida de la nada y nunca la vi llegar, sino cuando ya estaba dentro. No cerraba la puerta por miedo a no verla más, pues a esas alturas ardía de deseo tanto como de amor. Ella llegaba sin un ruido, siempre desnuda y siempre repentina, y con un mechón de arena en los pies y un reguero de espuma de mar rodeando su cuerpo desnudo.
Luego se echaba a mi lado y yo bajaba con la lengua por el álabe del cuello, la irrupción del pecho y la comba del vientre, dejando un relente de placer que le llegaba al sexo. Ella daba un borneo por mis labios con sus dedos de sal, los metía en mi boca y juro que eran de sal, igual que su sexo, donde yo entraba mientras una ola de mar llegaba por la ventana y moría mansa al pie de la cama.
- Creo que me he enamorado de ti- le dije un día.
- Por qué lo sabes- me preguntó.
- Porque ya es más grande el dolor cuando te vas que la alegría cuando llegas- le dije.
Todas las tardes me quedaba dormido como un bendito. Al despertar era de noche y ella no estaba, así que nunca supe qué ropa llevaba, porque nunca la vi vestida. Nunca supe su nombre. Nunca supe quién era. Nunca supe cómo llegó ni mucho menos cómo se fue, porque una tarde dejó de venir y solo me quedó su recuerdo: la sal del sexo, el bache espléndido de sus pezones colosales, sus manos haciendo cabriolas en mi ombligo antes de llegar al sexo vivo, que ella acariciaba antes de montarse en él, sus relinchitos de placer en el estallido y el letargo de su respiración después. Luego una ola inmensa entró como si fuera un océano, llenó la habitación y se llevó para siempre los recuerdos, el mechón de arena y la espuma de mar. Muchas olas después no la he olvidado. No puedo. Pero su recuerdo aún me llena la cabeza de sal y me aviva el sexo, como si la tuviera encima, como entonces, como si nunca se hubiera ido.

TÍTULO: EL RARO VERANO DE LOS ALBA,.

El raro verano de los AlbaGENTE

El raro verano de los Alba

Alfonso Díezpor fin aterriza en Ibiza después de dos semanas sin reunirse con Cayetana


Más vale tarde que nunca. Alfonso Díez por fin ha llegado a Ibiza para reunirse con su mujer, la duquesa de Alba. Llevaba Cayetana unas dos semanas playa arriba, playa abajo con su biquini de leopardo y su sombrero de paja con publicidad de una marca de cerveza muy aristocrática (Coronita, nada menos)... Pero de su marido ni rastro. Es verdad que doña Cayetana estaba bien atendida (en vez de apoyarse en muletas, ella se apoya en asistentas, ahí se ve el poderío económico). Sin embargo, la prolongada ausencia de Alfonso empezaba a ser preocupante por no decir sospechosa. Sobre todo porque otros veranos los Alba han dado muestras de ser una pareja tan inseparable como un anuncio de velcro. El año pasado no se soltaban de la mano ni para nadar. Esta vez ha costado, pero el duque consorte por fin aterrizó ayer en la isla pitiusa y nada más hacerlo tuvo un problema con las maletas... Por suerte pudo solucionarlo, porque como él mismo dijo con ese acento arrullador... «Todo se soluciona en esta vida». Menos la muerte, le faltó añadir, pero a esa, casado como está con una mujer de 87 años, ni mentarla. La pregunta era evidente: ¿Por qué ha tardado tanto en reunirse con su mujer? La respuesta fue intrigante: «No me pregunten ustedes esas cosas que saben que no se las voy a contestar». Tanto misterio deja vía libre a la especulación. Y es que Díez Carabantes lleva un verano...
«Yo no soy Letizia», declaró hace unos meses Alfonso en una entrevista, por si algún despistado o miope (muy miope) los confundía. Y no, él no es doña Letizia. Sin embargo, últimamente parece empeñado en imitarla. La princesa ha tenido un comienzo de vacaciones especialmente solitario e independiente. El marido de la duquesa de Alba, también. Si Letizia tardó mucho en aparecer por Palma y, cuando por fin lo hizo, volvió a marcharse muy pronto a Madrid dejando a su marido e hijas en Marivent, Alfonso tardó dos semanas en aparecer por San Sebastián, donde a la sazón se encontraba descansando su señora, y ahora ha tardado otras dos en reunirse con ella en Ibiza.
La pregunta sería dónde ha estado hasta ahora Carabantes. ¿De Rodríguez en el palacio de Dueñas? No exactamente. Por lo visto, este funcionario con dos años de excedencia (le quedan todavía seis meses) se ha pasado las últimas dos semanas enfrascadísimo en la decoración del apartamento que acaba de comprarse (él, con sus ahorrillos y una hipoteca) en Sanlúcar de Barrameda. Alfonso siempre ha mantenido su pisito de soltero en Madrid, pero esto de Sanlúcar... ¿Habrá empezado ya este hombre a amueblar su vida como duque viudo? Nadie habla de crisis de pareja porque por lo visto no la hay. Pero es evidente que ya no es lo que era y que este verano está resultando muy distinto a los anteriores. Cayetana tiene fama de absorbente y posesiva, y hasta hace poco toleraba mal la mínima separación de su marido (del que ya de por sí la separan 25 años), pero ahora parece que cada uno prefiere buscar su espacio y disfrutar de sus propias aficiones. Él, amueblando apartamentos o criando gallinas y haciendo pesas en el gallinero y gimnasio que ha montado en Dueñas. Ella, playa arriba, playa abajo...

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