Todas las tardes hacíamos el amor con las ventanas abiertas
al rumor del mar y la brisa. Había un ventilador de aspas demasiado
viejo y ya sin función junto a nuestros cuerpos desnudos. Había tres
ventanas por las que se filtraba el favor del mar y el viento movía las
cortinas mientras le recorría el cuerpo de la ceca a la meca sin pensar
en nada y sin otra preocupación que no fuera ella y su cuerpo desnudo.
Así era todos los días hasta el atardecer, cuando el sol caía, el viento
amainaba y ella se iba, dejando un mechón de arena en el suelo y un
reguero de espuma de mar en la penumbra tibia de la tarde. Aquel verano y
en aquella habitación, todo me sabía a mar.
La había conocido en la misma playa, en un noche tan llena
de estrellas como de excesos. Al llegar la madrugada iba tan colocado
que ella surgió de la nada en mitad de la noche y me pareció que era una
sirena venida del medio del mar, pero su saludo a quemarropa no dejó
lugar a dudas:
- No te importa quién soy ni de dónde vengo, yo solo quiero
acostarme contigo. Mañana, antes de que despiertes, me habré ido y así
creerás que todo fue un sueño.
No sé si se desnudó en un momento o es que llegó desnuda,
pero al cerrar la puerta y darme la vuelta, me encandiló el fogonazo de
su cuerpo sin nada y la sombra agreste de su sexo desnudo,
resplandeciente y más negra que el otro negro de la noche. Pensé que era
la mujer más hermosa que nunca tuve en mi cama, y entonces lo supe: no
iba a ser un sueño, sino una condena.
Una resaca de campeonato me arponeaba la cabeza al día
siguiente, cuando desperté con el sol ya alto y la ausencia de su cuerpo
en la cama. No recordaba su cara, ni cuándo se había ido, pero sí el
cono enhiesto de sus pechos pequeños, como sombreros mandarines que
mirasen al techo, y la corona de sus pezones hermosos y casi tan grandes
como el mismo pecho; también el fulgor de sus manos en mi empinadura,
el olor a algas de su pelo en mi pecho y el otro olor a sal en su
espalda, sus caderas poderosas de ánfora griega y todo su cuerpo. Moría
de deseo y supe así que el exceso de deseo no se parece al placer, sino
al amor: también tiene espinas.
Al día siguiente, un mechón de arena y un reguero de espuma
de mar perlando el suelo me confirmaron que ella había estado allí,
pero no supe si era real o un regalo del mar con olor a sal y sargazos
que había aparecido en mitad de la noche.
Era real, o eso pensé cuando esa misma tarde la vi en mi
cabaña al darme la vuelta. No supe cómo había entrado, pero estaba allí y
estaba desnuda. La cascada del pelo le tapaba parte del cuello, pero no
el sol de sus pezones hermosos, rodeados de un mar de piel muy blanca,
casi nupcial, y sin mancha alguna hasta llegar al triángulo agreste del
sexo:
- Vendré todas las tardes este verano, pero tú tómame como si hoy fuera la última- me dijo.
- Creía que eras una sirena. Sé que existes, pero no me parece que seas de verdad- le dije.
- Pues cómeme como si fuera un pez- me dijo ella sobre un charco de corales rojos en la albura de la cama.
Fue el principio de una costumbre que había de durar todo
el verano. Nunca supe su nombre, ni qué hacía en mi vida ni de dónde
vino, pero su presencia fue un regalo del mar que aproveché cuanto pude
sabiendo que aquel no era un momento más, sino uno para siempre. Todas
las tardes aparecía de repente como salida de la nada y nunca la vi
llegar, sino cuando ya estaba dentro. No cerraba la puerta por miedo a
no verla más, pues a esas alturas ardía de deseo tanto como de amor.
Ella llegaba sin un ruido, siempre desnuda y siempre repentina, y con un
mechón de arena en los pies y un reguero de espuma de mar rodeando su
cuerpo desnudo.
Luego se echaba a mi lado y yo bajaba con la lengua por el
álabe del cuello, la irrupción del pecho y la comba del vientre, dejando
un relente de placer que le llegaba al sexo. Ella daba un borneo por
mis labios con sus dedos de sal, los metía en mi boca y juro que eran de
sal, igual que su sexo, donde yo entraba mientras una ola de mar
llegaba por la ventana y moría mansa al pie de la cama.
- Creo que me he enamorado de ti- le dije un día.
- Por qué lo sabes- me preguntó.
- Porque ya es más grande el dolor cuando te vas que la alegría cuando llegas- le dije.
Todas las tardes me quedaba dormido como un bendito. Al
despertar era de noche y ella no estaba, así que nunca supe qué ropa
llevaba, porque nunca la vi vestida. Nunca supe su nombre. Nunca supe
quién era. Nunca supe cómo llegó ni mucho menos cómo se fue, porque una
tarde dejó de venir y solo me quedó su recuerdo: la sal del sexo, el
bache espléndido de sus pezones colosales, sus manos haciendo cabriolas
en mi ombligo antes de llegar al sexo vivo, que ella acariciaba antes de
montarse en él, sus relinchitos de placer en el estallido y el letargo
de su respiración después. Luego una ola inmensa entró como si fuera un
océano, llenó la habitación y se llevó para siempre los recuerdos, el
mechón de arena y la espuma de mar. Muchas olas después no la he
olvidado. No puedo. Pero su recuerdo aún me llena la cabeza de sal y me
aviva el sexo, como si la tuviera encima, como entonces, como si nunca
se hubiera ido.
TÍTULO: EL RARO VERANO DE LOS ALBA,.
El raro verano de los Alba
Alfonso Díezpor fin aterriza en Ibiza después de dos semanas sin reunirse con Cayetana
Más vale tarde que nunca. Alfonso Díez por fin ha llegado a
Ibiza para reunirse con su mujer, la duquesa de Alba. Llevaba Cayetana
unas dos semanas playa arriba, playa abajo con su biquini de leopardo y
su sombrero de paja con publicidad de una marca de cerveza muy
aristocrática (Coronita, nada menos)... Pero de su marido ni rastro. Es
verdad que doña Cayetana estaba bien atendida (en vez de apoyarse en
muletas, ella se apoya en asistentas, ahí se ve el poderío económico).
Sin embargo, la prolongada ausencia de Alfonso empezaba a ser
preocupante por no decir sospechosa. Sobre todo porque otros veranos los
Alba han dado muestras de ser una pareja tan inseparable como un
anuncio de velcro. El año pasado no se soltaban de la mano ni para
nadar. Esta vez ha costado, pero el duque consorte por fin aterrizó ayer
en la isla pitiusa y nada más hacerlo tuvo un problema con las
maletas... Por suerte pudo solucionarlo, porque como él mismo dijo con
ese acento arrullador... «Todo se soluciona en esta vida». Menos la
muerte, le faltó añadir, pero a esa, casado como está con una mujer de
87 años, ni mentarla. La pregunta era evidente: ¿Por qué ha tardado
tanto en reunirse con su mujer? La respuesta fue intrigante: «No me
pregunten ustedes esas cosas que saben que no se las voy a contestar».
Tanto misterio deja vía libre a la especulación. Y es que Díez
Carabantes lleva un verano...
«Yo no soy Letizia», declaró hace unos meses Alfonso en una
entrevista, por si algún despistado o miope (muy miope) los confundía. Y
no, él no es doña Letizia. Sin embargo, últimamente parece empeñado en
imitarla. La princesa ha tenido un comienzo de vacaciones especialmente
solitario e independiente. El marido de la duquesa de Alba, también. Si
Letizia tardó mucho en aparecer por Palma y, cuando por fin lo hizo,
volvió a marcharse muy pronto a Madrid dejando a su marido e hijas en
Marivent, Alfonso tardó dos semanas en aparecer por San Sebastián, donde
a la sazón se encontraba descansando su señora, y ahora ha tardado
otras dos en reunirse con ella en Ibiza.
La pregunta sería dónde ha estado hasta ahora Carabantes.
¿De Rodríguez en el palacio de Dueñas? No exactamente. Por lo visto,
este funcionario con dos años de excedencia (le quedan todavía seis
meses) se ha pasado las últimas dos semanas enfrascadísimo en la
decoración del apartamento que acaba de comprarse (él, con sus
ahorrillos y una hipoteca) en Sanlúcar de Barrameda. Alfonso siempre ha
mantenido su pisito de soltero en Madrid, pero esto de Sanlúcar...
¿Habrá empezado ya este hombre a amueblar su vida como duque viudo?
Nadie habla de crisis de pareja porque por lo visto no la hay. Pero es
evidente que ya no es lo que era y que este verano está resultando muy
distinto a los anteriores. Cayetana tiene fama de absorbente y posesiva,
y hasta hace poco toleraba mal la mínima separación de su marido (del
que ya de por sí la separan 25 años), pero ahora parece que cada uno
prefiere buscar su espacio y disfrutar de sus propias aficiones. Él,
amueblando apartamentos o criando gallinas y haciendo pesas en el
gallinero y gimnasio que ha montado en Dueñas. Ella, playa arriba, playa
abajo...
No hay comentarios:
Publicar un comentario