Hace algún tiempo publiqué en esta misma revista un artículo titulado Maestros, en el que comentaba los resultados de un examen que se .foto,.
Juan Manuel de Prada
La vocación del maestro
Hace algún tiempo publiqué en esta misma revista un artículo titulado Maestros,
en el que comentaba los resultados de un examen que se hizo a
opositores de Magisterio en la Comunidad de Madrid, donde se revelaba
que muchos de ellos no sabían hacer la 'o' con un canuto. Algunos
maestros se han dirigido a mí, pesarosos o enojados por lo que
consideraban un ataque a su gremio; y, puesto que quizá sea la vocación
docente la que más admiro y valoro, me gustaría aclarar que en aquel
artículo nada había de injurioso o despectivo hacia los maestros.
Soy consciente de que, cuando uno escribe en periódicos, corre el
riesgo de ser leído 'en diagonal' y de que lo interpreten de los modos
más rocambolescos; y también de que es inevitable que sobre quien
escribe en periódicos circulen ideas prejuiciosas e irreductibles, a
menudo fundadas en malentendidos de buena o mala fe. Con estos
sambenitos enquistados está uno dispuesto a cargar de por vida, aunque
les aseguro que a veces se tornan oprobiosos e insoportables; y, con el
tiempo, uno ha aprendido que resulta estéril tratar de desmentirlos,
pues quien se alimenta de prejuicios odia atender a razones. Por lo
demás, como decía el romance, «solo digo mi canción a quien conmigo va».
Sin embargo, en esta ocasión me gustaría hacer algunas precisiones; pues, como señalaba más arriba, venero a los maestros, tal vez porque disfruté de algunos cuyas enseñanzas todavía iluminan mis días. En aquel artículo, después de glosar los errores garrafales perpetrados por muchos de los opositores en aquel examen de marras, señalaba que muy probablemente la difusión de tales errores obedeciera a razones sórdidas: «Puesto que vivimos en una sociedad enferma -cito textualmente en mi artículo-, en la que el rifirrafe ideológico es el pan nuestro de cada día, no me extrañaría que su intención no sea otra sino justificar ante la opinión pública los recortes de la escuela pública, perjudicando así las reivindicaciones profesionales de los maestros, y la consideración que a los buenos y heroicos maestros debe tributarse». Y a continuación trataba de explicar -de explicarme- las razones desquiciadas por las que personas que no saben hacer la 'o' con un canuto pueden llegar a creerse capacitadas para enseñar a los demás; razones que resumía en la quiebra del sentido de la vocación.
Existen pocos oficios tan declaradamente vocacionales como el de maestro, que no ofrece expectativas de enriquecimiento, ni relumbrón social ni ninguno de los alicientes que nuestra época ha encumbrado y reclama. La única recompensa inmediata a la que puede aspirar un buen maestro es la gratitud de sus alumnos; y la única recompensa diferida es la esperanza de que sus enseñanzas les resulten en el porvenir provechosas. La vocación del maestro es vocación de entrega, no solo de los conocimientos que transmite, sino también de sí mismo, en lo que tiene algo de generosa inmolación, como la vocación del cura. De hecho, si nos atenemos a la etimología de las palabras, el maestro es tan 'cura' como el cura mismo: pues encomienda su vida al cuidado -que no otra cosa significa 'cura'- del prójimo. Por eso resulta tan pavoroso que una vocación de esta naturaleza tan abnegada se pervierta. Y esto era lo que los resultados de aquel examen revelaban, independientemente de que su difusión fuera interesada: allí se mostraba que muchos de los aspirantes a una plaza de maestro no tenían nada que entregar, salvo tinieblas; y, sobre todo, se mostraba que, no teniendo nada que entregar, sin embargo se consideraban irresponsablemente capacitados para encomendarse al cuidado de aquellos a quienes nada podían entregar.
¿Cómo se puede llegar a esta quiebra del sentido de la vocación? Creo que es un producto típico del voluntarismo que caracteriza nuestra época, según el cual uno puede 'construir' libremente su personalidad, sin atender a los dones que ha recibido. En realidad, toda vocación se resume en la recepción atenta de un don; pero nuestra época ha dado en la insensata manía de creer que cada uno puede 'fabricarse' sus propios dones, que así dejan de ser tales, pues don es solo aquello que se recibe. Y no habiéndose recibido nada, nada se puede entregar. Esto es lo que en aquel artículo trataba de explicar; y no creo que tales reflexiones puedan ofender a los maestros que, numantinamente, luchan por hacer fecunda su vocación, entregando lo que recibieron a sus alumnos, entregándose -en definitiva- a sí mismos.
Sin embargo, en esta ocasión me gustaría hacer algunas precisiones; pues, como señalaba más arriba, venero a los maestros, tal vez porque disfruté de algunos cuyas enseñanzas todavía iluminan mis días. En aquel artículo, después de glosar los errores garrafales perpetrados por muchos de los opositores en aquel examen de marras, señalaba que muy probablemente la difusión de tales errores obedeciera a razones sórdidas: «Puesto que vivimos en una sociedad enferma -cito textualmente en mi artículo-, en la que el rifirrafe ideológico es el pan nuestro de cada día, no me extrañaría que su intención no sea otra sino justificar ante la opinión pública los recortes de la escuela pública, perjudicando así las reivindicaciones profesionales de los maestros, y la consideración que a los buenos y heroicos maestros debe tributarse». Y a continuación trataba de explicar -de explicarme- las razones desquiciadas por las que personas que no saben hacer la 'o' con un canuto pueden llegar a creerse capacitadas para enseñar a los demás; razones que resumía en la quiebra del sentido de la vocación.
Existen pocos oficios tan declaradamente vocacionales como el de maestro, que no ofrece expectativas de enriquecimiento, ni relumbrón social ni ninguno de los alicientes que nuestra época ha encumbrado y reclama. La única recompensa inmediata a la que puede aspirar un buen maestro es la gratitud de sus alumnos; y la única recompensa diferida es la esperanza de que sus enseñanzas les resulten en el porvenir provechosas. La vocación del maestro es vocación de entrega, no solo de los conocimientos que transmite, sino también de sí mismo, en lo que tiene algo de generosa inmolación, como la vocación del cura. De hecho, si nos atenemos a la etimología de las palabras, el maestro es tan 'cura' como el cura mismo: pues encomienda su vida al cuidado -que no otra cosa significa 'cura'- del prójimo. Por eso resulta tan pavoroso que una vocación de esta naturaleza tan abnegada se pervierta. Y esto era lo que los resultados de aquel examen revelaban, independientemente de que su difusión fuera interesada: allí se mostraba que muchos de los aspirantes a una plaza de maestro no tenían nada que entregar, salvo tinieblas; y, sobre todo, se mostraba que, no teniendo nada que entregar, sin embargo se consideraban irresponsablemente capacitados para encomendarse al cuidado de aquellos a quienes nada podían entregar.
¿Cómo se puede llegar a esta quiebra del sentido de la vocación? Creo que es un producto típico del voluntarismo que caracteriza nuestra época, según el cual uno puede 'construir' libremente su personalidad, sin atender a los dones que ha recibido. En realidad, toda vocación se resume en la recepción atenta de un don; pero nuestra época ha dado en la insensata manía de creer que cada uno puede 'fabricarse' sus propios dones, que así dejan de ser tales, pues don es solo aquello que se recibe. Y no habiéndose recibido nada, nada se puede entregar. Esto es lo que en aquel artículo trataba de explicar; y no creo que tales reflexiones puedan ofender a los maestros que, numantinamente, luchan por hacer fecunda su vocación, entregando lo que recibieron a sus alumnos, entregándose -en definitiva- a sí mismos.
TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA, EL QUIJOTE COMO CONSUELO,.
-foto--'El Quijote' como consuelo
Cuando me ganaba la vida como reportero dicharachero en lugares que no eran precisamente Barrio Sésamo, había dolores que no se ...
El Quijote' como consuelo
Cuando me ganaba la vida como reportero dicharachero en
lugares que no eran precisamente Barrio Sésamo, había dolores que no se
quitaban con aspirinas. La solución, en tales casos, era abrir un libro,
irme con él al rincón más tranquilo posible, y con la luz de la que
dispusiera en ese momento -a veces una vela o una linterna-, sumergirme
en sus páginas hasta que el mundo se ajustase de nuevo y todo se tornara
soportable. Conservo ese hábito, y entre los analgésicos a los que con
más frecuencia recurro se cuentan Montaigne y Cervantes: los Ensayos y El Quijote.
Este último, sobre todo. Desde hace nueve años, la edición que manejo
es la del profesor Francisco Rico, cuyas páginas, incluidas las de
cortesía, tengo llenas de subrayados y anotaciones a lápiz, y en las que
unas veces busco pasajes concretos y otras me engolfo al azar,
abriéndola por cualquier sitio, seguro de que a las pocas líneas estaré
de nuevo atrapado por la magia deliciosa del texto, y que todos los
dolores reales o metafóricos se atenuarán, como de costumbre.
No les sorprenderá, supongo, que en los últimos tiempos, casi a diario, después de ver en el telediario o los periódicos el relato en tiempo real de esta España desvergonzada y patética, en manos de la misma gentuza infame que sin distinción de tiempos y nombres medra atornillada a nuestra historia desde hace siglos, sienta a menudo la necesidad urgente de zambullirme en las páginas cervantinas, a fin de que, como decía antes, el dolor y la amargura se diluyan hasta hacerse tolerables. Hasta reconciliarme, en lo posible, con este lugar desgraciado en el que a mí, como a ustedes, por nacimiento nos arrojó el azar. Y no falla. Cada vez, entre el cañamazo de la genial parodia cervantina, por los vericuetos serenos y originalísimos de su prosa, aquel hombre lúcido y bueno, que fue soldado y conoció la guerra, el cautiverio, la decepción, la soledad y el fracaso sin que nada quebrara su bondad y su gallardo espíritu, me alivia el dolor con su mirada agridulce, su serena sonrisa melancólica, su humor suave, resignado e inteligente. Con la entrañable imagen del hidalgo, no loco, sino soñador y cuerdo -«Yo sé quién soy»-, que encarna el valor sin recompensa, perito en derrotas, blanco de las bromas pesadas de ese maléfico encantador llamado destino o mala suerte.
Nunca fue tan olvidado Cervantes, y nunca hizo tanta falta. Porque asómbrense: de los catorce países de habla hispana que puedo comprobar, sólo en seis -Uruguay, Venezuela, Costa Rica, El Salvador, Perú y Puerto Rico- la lectura de El Quijote es obligatoria en el colegio. En México, que presume de punta de lanza del español en América, dejó de serlo en 2006; y en Argentina, para vergüenza de las sombras de Borges, Bioy y Roberto Arlt, ni siquiera existe la materia Literatura Española. En cuanto a esta España de aquí, la palabra no es ya vergüenza, sino prevaricación que roza lo criminal: la lectura de El Quijote no sólo no es obligatoria -obligar traumatiza, ya saben-, sino que ni siquiera figura entre las recomendadas por el ministerio de Educación en secundaria o en bachillerato.
Y sin embargo, insisto, pocas veces fue tan necesario Cervantes como refugio y consuelo; como analgésico que no elimina la causa del dolor pero ayuda a soportarlo; como prueba de que, hasta en la peor hora, cuando toda certidumbre se desmorona y el fracaso golpea, hay maneras de soportarlo casi todo. De afrontar el embate con sonrisa serena; con lucidez, dignidad y esperanza. Puestos a recetar aspirinas, permítanme mencionar un ensayo escrito hace veintitrés años por el filósofo Julián Marías, padre del escritor Javier Marías. Se titula Cervantes, clave española; y en la conferencia que le dio origen, don Julián cita un fragmento de su propio prólogo al Persiles:
Y se despide del lector, de la vida, con estas aladas, entrañables palabras que no pueden leerse sin sentir que aprisionan en sólo dos líneas el quién que fue Cervantes: «¡Adiós gracias, adiós donaires, adiós regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!»... Un hombre que va a morir, que sabe que va a morir muy pronto y se despide de la gracia, del donaire, del regocijo, de la amistad, de la palabra, de la conversación. ¿No es esto España, que viaja con ilusión, con prisa de la otra vida; cuya última palabra, después de tantos años de infortunio, heridas, cárceles, cautiverio, pobreza y desdén, después de tanto amor, tanta belleza, tanta ilusión fresca y marchita nunca, es «contentos»? ¿No es esto España?
No les sorprenderá, supongo, que en los últimos tiempos, casi a diario, después de ver en el telediario o los periódicos el relato en tiempo real de esta España desvergonzada y patética, en manos de la misma gentuza infame que sin distinción de tiempos y nombres medra atornillada a nuestra historia desde hace siglos, sienta a menudo la necesidad urgente de zambullirme en las páginas cervantinas, a fin de que, como decía antes, el dolor y la amargura se diluyan hasta hacerse tolerables. Hasta reconciliarme, en lo posible, con este lugar desgraciado en el que a mí, como a ustedes, por nacimiento nos arrojó el azar. Y no falla. Cada vez, entre el cañamazo de la genial parodia cervantina, por los vericuetos serenos y originalísimos de su prosa, aquel hombre lúcido y bueno, que fue soldado y conoció la guerra, el cautiverio, la decepción, la soledad y el fracaso sin que nada quebrara su bondad y su gallardo espíritu, me alivia el dolor con su mirada agridulce, su serena sonrisa melancólica, su humor suave, resignado e inteligente. Con la entrañable imagen del hidalgo, no loco, sino soñador y cuerdo -«Yo sé quién soy»-, que encarna el valor sin recompensa, perito en derrotas, blanco de las bromas pesadas de ese maléfico encantador llamado destino o mala suerte.
Nunca fue tan olvidado Cervantes, y nunca hizo tanta falta. Porque asómbrense: de los catorce países de habla hispana que puedo comprobar, sólo en seis -Uruguay, Venezuela, Costa Rica, El Salvador, Perú y Puerto Rico- la lectura de El Quijote es obligatoria en el colegio. En México, que presume de punta de lanza del español en América, dejó de serlo en 2006; y en Argentina, para vergüenza de las sombras de Borges, Bioy y Roberto Arlt, ni siquiera existe la materia Literatura Española. En cuanto a esta España de aquí, la palabra no es ya vergüenza, sino prevaricación que roza lo criminal: la lectura de El Quijote no sólo no es obligatoria -obligar traumatiza, ya saben-, sino que ni siquiera figura entre las recomendadas por el ministerio de Educación en secundaria o en bachillerato.
Y sin embargo, insisto, pocas veces fue tan necesario Cervantes como refugio y consuelo; como analgésico que no elimina la causa del dolor pero ayuda a soportarlo; como prueba de que, hasta en la peor hora, cuando toda certidumbre se desmorona y el fracaso golpea, hay maneras de soportarlo casi todo. De afrontar el embate con sonrisa serena; con lucidez, dignidad y esperanza. Puestos a recetar aspirinas, permítanme mencionar un ensayo escrito hace veintitrés años por el filósofo Julián Marías, padre del escritor Javier Marías. Se titula Cervantes, clave española; y en la conferencia que le dio origen, don Julián cita un fragmento de su propio prólogo al Persiles:
Y se despide del lector, de la vida, con estas aladas, entrañables palabras que no pueden leerse sin sentir que aprisionan en sólo dos líneas el quién que fue Cervantes: «¡Adiós gracias, adiós donaires, adiós regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!»... Un hombre que va a morir, que sabe que va a morir muy pronto y se despide de la gracia, del donaire, del regocijo, de la amistad, de la palabra, de la conversación. ¿No es esto España, que viaja con ilusión, con prisa de la otra vida; cuya última palabra, después de tantos años de infortunio, heridas, cárceles, cautiverio, pobreza y desdén, después de tanto amor, tanta belleza, tanta ilusión fresca y marchita nunca, es «contentos»? ¿No es esto España?
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